José Javier León
Vivo en una
ciudad de cerca de 2 millones de
habitantes. Una ciudad que fue en su momento joya de coronas, asediada por
piratas, destruida y tres veces refundada. Una ciudad calurosa, pero con una
extraña fuerza acogedora. Una urbe que crece sin ton ni son y hace rato perdió el
centro. Pero también, de un tiempo para acá, una ciudad sin librerías. Las que sólo
tienen el nombre de tales, la verdad no llegan ni a papelerías de mala muerte.
Tuvimos
librerías y una desvanecida cultura letrada que nos dio el mote ilustre, como
lo tuvieron otras ciudades del Caribe, de Atenas. Hubo opciones, pero sobre
todo libreros, que atendían con amabilidad a los curiosos, a los asiduos
tertuliantes, a los que buscaban sin buscar, y que sabían –libreros y bibliófilos-
lo que había en los anaqueles. Eran lugares no sólo para comprar sino para
compartir la experiencia de leer. Visité librerías emocionantes, algunas en
recovecos conocidos por amantes de los libros raros o que los hacía raros su
belleza.
Una vez nos
topamos mi esposa y yo en una librería de un Centro Comercial con Leonel Fernández
quien era en ese momento el presidente de República Dominicana, nos sonrió y
con apenas dos disimulados guardaespaldas acarreaba una pila de libros de
historia de Venezuela.
Con la
decadencia los libros dejaron de ser libros y se fueron convirtiendo en papel
con un peso inespecífico. Supe o entendí que las librerías comenzaron a adquirir
containers en los que llegaba cualquier cosa y así, con poco o nulo criterio
se vendían en rumas que los lectores ávidos, registrábamos, hurgando
especialmente en los sitios más difíciles porque obviamente allí recalaban los que
despertaban menos interés pero que resultaban ser –a veces- los más valiosos.
Eso también se
acabó.
En
Maracaibo, en esta ciudad enorme, no hay librerías. Sobrevive sí, ya lo he
dicho en otras oportunidades, un emporio de libros usados y no tan usados,
donde un librero sobreviviente, Carlo Maglione, cultiva en medio de las
condiciones más hostiles, la lectura y la amistad.
No son, en
definitiva, buenos tiempos para el libro y la lectura. Nunca lo han sido, pero
los de hoy son verdaderamente difíciles. Nos llegó sin buscarlo el
neoliberalismo salvaje –como si ya el capitalismo no lo fuera- en la forma de
convertir en mercancía, o sea en nada, todo.
Y el libro
devino nada. Primero fue papel por kilo, luego o simultáneamente, papel con
simulacros de historias de vida, estafas ilustradas con filosofía barata,
lecturas de salas de espera donde ya no se espera, sino que se muere entre bostezo
y tedio.
Por
supuesto, el libro dejó de ser incluso mercancía. Salió de circulación. Y las
librerías en consecuencia desaparecieron. Eso es comprensible desde el
capitalismo, pero no, si lo miramos desde el socialismo.
El libro
mercancía se contaminó con la idea de consumo per cápita. Eso tenía su tope
porque son definitivamente pocas las cabezas que se dedican a la lectura de
manera consecuente y porque los recursos tenderán siempre a escasear. De modo
que asumir el libro desde el socialismo con la misma noción capitalista debía
encontrarse pronto con su techo natural.
Sostengo que
el libro, las librerías y en especial las bibliotecas, deben pensar en el libro
per lectore. ¿Cuántos ejemplares deben permanecer a buen resguardo,
en lugares cómodos y bellos, esperando a su lector, a su lectora? Hay libros de
interés universal, nacional, regional y local. Una política cultural
debe promocionar la lectura en todas esas escalas y construir los sitios para
que los lectores y las lectoras se acerquen y se mantenga alegre y bulliciosa la
libre circulación de las ideas.
Fíjense que
sin transición hablé de librerías y bibliotecas, porque en lo que respecta al
libro y a la lectura los dos espacios perfectamente pueden confundirse. He
conocido librerías donde se festeja in situ la lectura. Donde podemos desde hojear
hasta leer sin comprar y la tienda dispone de todos los elementos al uso del
lector, café, sofás, lámparas, silencio. De eso no queda nada y creo que ni
hubo en el Maracaibo que conocí y conozco.
Le ha hecho
demasiado daño al libro que se haya convertido en objeto para la venta. El
libro, por dios, no es una mercancía. No se puede sostener una librería en
términos capitalistas con la venta de libros. Y un estado socialista no puede
pensar que una librería deba sostenerse vendiendo libros. Eso no sólo es
absurdo sino imposible, y no sólo aquí, sino en el planeta entero y en todas
las épocas.
Digo esto
porque Maracaibo se merece una buena librería donde lo último que se haga es
vender libros. Necesitamos un espacio para que el libro esté cerca de los
lectores y las lectoras y que ese lugar acogedor, agradable, silencioso y
vital, donde se respire la alegría sosegada del conocimiento, junto a las
personas encargadas de administrar y cuidarlo, sean sostenidos por los aportes
solidarios (pero de ley) conscientes e inteligentes, de todas las instituciones
del Estado que naturalmente necesitan de los libros (y en general de las librerías
y bibliotecas, de los libros y la lectura) para ser mejores.
Las
librerías son tan importantes en la construcción de la ciudadanía como las
calles y avenidas limpias e iluminadas, como las plazas, mercados y hospitales,
como los parques y acueductos, como los brocales, las fuentes y los estadios de
futbol. Como todas las cosas que hacen la vida soportable en una ciudad.
Pero si no
hay librerías, es como si no hubiera ni ciudad. Lo digo por mí, que en lo único
que pienso e hice cuando pude salir del país fue recorrer las librerías de la
ciudades en las que estuve de pasada. Por eso no me atraen lo países donde no se
habla castellano. Cosas mías.
Lamentablemente,
si me tocara visitar Maracaibo, me iría con las manos y el corazón vacíos.
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