Entiendo la ciudad como espacio
vital, pleno de vitalidad, siempre y cuando sea reconstruido sobre las bases
primordiales del silencio y el vacío. “Este papel sagrado ha sido ignorado con
demasiada frecuencia en los análisis contemporáneos sobre la condición urbana”
afirma Joel Kotkin (2007: 282). En efecto, una ciudad sin espacios primigenios,
es decir, sin templos, plazas ni parques donde rehacernos en (el) silencio,
carecería de la memoria de la fundación, esto es sin la huella de la
reconciliación. Esta puede no ser del todo consciente, en realidad raramente lo
es, pero sin duda apela a lo que nos habita hondamente en tanto que seres
humanos y, por ende, sociales.
Somos además y fundamentalmente
en el tiempo. Los seres humanos somos animales simbólicos porque experimentamos
el tiempo como espacio y duración. De ahí que la ciudad (como espacio) y en
especial la huella de su fundación, aparezca cuando nos distendemos en el
tiempo, cuando la existencia se expande y dura. De ahí que la fugacidad –no lo
efímero- contribuya al deterioro de la vida citadina, al llenar la cotidianidad
de momentos sin espesor, sin duración, vacíos. Sólo en el tiempo somos humanos
por eso la necesidad de cultivar el tiempo creando –en la ciudad- zonas de
demora. Bulevares, corredores, paseos, incluso salas de espera, pero en todo
caso despejadas del consumo de mercancías, es decir, diseñadas para consumir
tiempo, en primera instancia y de manera fundamental.
Sabemos que el mercado ha
convertido la espera en bolsas de tiempo para el consumo y de lo que se trata
en cambio, en el caso de la tesis que sostengo, es de consumir tiempo para la
vida. Para ser más y mejores seres humanos y para que la ciudad prometa
permanencia debe aspirar a crear espacios dedicados a sentir con fruición el paso
del tiempo. No es fácil, porque el mercado no está dispuesto a “invertir sin
retorno inmediato” y no siempre acepta que el Estado lo haga utilizando las
exacciones de ley, es más, pudiera a la bandolera saltarse las leyes que
contribuyan a la generación de derechos ciudadanos inmateriales. Consumir
(mercancías) es la regla de oro, y las ciudades están hechas ciertamente para
el consumo de éstas, pero no es precisamente éste lo que garantiza su duración,
sólo el consumo cultural del tiempo las perpetúa y las hace memorables.
Proyecto político: ralentizar la
vida ciudadana para que podamos en compañía gustar el paso del tiempo. Ideal
ciudadano: llenar las horas de ocio compartido en espacios públicos. Pero,
¿quiénes tienen tiempo para el ocio…? La democracia cultural sin duda, tiene un
indicador en la cantidad de ocio per cápita. “El ocio resulta, pues, un factor
a tener muy en cuenta cuando tratamos de aproximarnos al bienestar de las
personas en un sentido más amplio que el que vendría definido exclusivamente
por los aspectos materiales que contempla el PIB y puede que más fiable en
determinadas circunstancias (una vez alcanzados unas mínimas condiciones
materiales)” (Gabaldón et. al., 2005:
6)
La construcción del tiempo
compartido como parte de la gestión pública ha de ser una práctica municipal
propia de burgomaestres (del alemán “bürg”
ciudad y “meister” maestro) –menos de
alcaldes… (del árabe al-qadi el juez)
comprometidos con la dimensión espiritual de los ciudadanos. Desvivimos la
ciudad en la velocidad insensata y sin destino, en cambio la vida plena la
experimentamos en la detención, en el regusto de las horas, en los tramos de
luz y sombra, en los interregnos crepusculares, en el silencio y la
contemplación, en la grata posibilidad de caminar sin apremios externos. En
definitiva, la ciudad debe ser pensada y construida para los niños, las mujeres
embarazadas, los ancianos y los viandantes. Sus ritmos e intereses son una
buena medida para diseñar espacios, escalas y lugares. Y sobre esta base, levantar
lo demás. Sobre los fundamentos de la vida, alzar los andamios de la
convivencia.
En el silencio y el vacío somos
nosotros, pero alcanzamos la igualdad originaria cuando somos uno con todos. No
(sólo) como conocidos sino esencialmente como desconocidos que se saben y
reconocen. Y si la ciudad nace cuando surgen los desconocidos, la convivencia
ciudadana se establece cuando re-cordamos
–cuando traemos al corazón- la huella de la fundación, de aquel silencio y
aquel vacío que nos constituyó como humanos.
¿Cuándo con-vivimos? Cuando
respetamos al otro, cuando sabemos que somos iguales pero distintos. Cuando
respetamos sus silencios y sus palabras. Sus espacios. Cuando recordamos los
elementos fundadores de la vida y por ende, de la vida en (la) ciudad.
Porque, qué es la política sino
(el) vivir en la ciudad. Y no simplemente vivir, sino convivir. La política no
es una actividad individual sino colectiva. Una acción que se ejerce con los
otros. Un proyecto común. De ahí la necesidad de tejer espacios para el
encuentro, para lo colectivo. Espacios, además, para que las palabras sean.
Porque lo colectivo sólo puede darse efectivamente si hay palabras de por
medio. Para decirlo de otra manera, sólo las palabras hacen nacer lo colectivo,
lo común. Y etimológicamente, lo co-mun (del indoeuropeo Ko enteramente, globalmente; y del latín arcaico munis, compuesta por mei intercambiar y nes lo social) es el
fundamento de las instituciones que a su vez constituyen los nodos que tejen la
vida de la polis, la vida política.
Si la ciudad por antonomasia es
el lugar de las palabras, su negación es el vacío de las cosas. Por eso es
fácil relacionar las plazas y los templos con las palabras que rozan el
silencio y lo humano trascendente, e incluso el mismo mercado, como ha sido y
lo fue desde siempre. Porque como ha dicho Ítalo Calvino “Las ciudades son un
conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares
de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero
estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras,
de deseos, de recuerdos”. Y en efecto, si el mercado se vacía de palabras y se
llena de cosas –vale decir, se colma de mercancías y los seres humanos
desaparecen- las palabras se borran y las cosas sin alma/desalmadas pasan a
reinar en el vacío. Es la muerte de la política, y en consecuencia la muerte de
la ciudad. Joel Kotkin, por cierto, compara los rascacielos con las catedrales
y mezquitas, pero su carácter sagrado (y fundador de ciudades) no lo tienen las
torres de acero, vidrio y hormigón que, al ser “esencialmente estructuras
comerciales, se suponía que poco podían decir acerca de un orden moral o una
justicia social duraderos. Construidas principalmente en aras del beneficio y
por intereses privados, asimismo tampoco podían proteger a la ciudad del ataque
de quienes trataban de imponer otras visiones, radicalmente distintas, del
futuro urbano” (2007: 177).
La ciudad es el lugar de
encuentro de los iguales desconocidos, porque condición del diálogo (del griego
dia a través; logo palabras) es la igualdad, la construcción racional del
equilibrio. Los iguales pueden con-versar incluso en el silencio (pues parten
del reconocimiento y del respeto) y al momento de los intercambios logran en
consenso y acuerdo, entregar lo equivalente. “Los acuerdos comunicativos, dice
el ecuatoriano Luis Augusto Panchi, constituyen la sociedad, son la médula de
la política y permiten la superación de los conflictos a través del
establecimiento de reglas para el funcionamiento del mercado y la distribución
de los bienes” (2004:328). La política es la construcción racional e
intersubjetiva del equilibrio, la eliminación progresiva de las desigualdades.
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