La ciudad como proyecto



(Parte final del ensayo “Memoria y Convivencia”, 2016)


Entiendo la ciudad como espacio vital, pleno de vitalidad, siempre y cuando sea reconstruido sobre las bases primordiales del silencio y el vacío. “Este papel sagrado ha sido ignorado con demasiada frecuencia en los análisis contemporáneos sobre la condición urbana” afirma Joel Kotkin (2007: 282). En efecto, una ciudad sin espacios primigenios, es decir, sin templos, plazas ni parques donde rehacernos en (el) silencio, carecería de la memoria de la fundación, esto es sin la huella de la reconciliación. Esta puede no ser del todo consciente, en realidad raramente lo es, pero sin duda apela a lo que nos habita hondamente en tanto que seres humanos y, por ende, sociales.

Somos además y fundamentalmente en el tiempo. Los seres humanos somos animales simbólicos porque experimentamos el tiempo como espacio y duración. De ahí que la ciudad (como espacio) y en especial la huella de su fundación, aparezca cuando nos distendemos en el tiempo, cuando la existencia se expande y dura. De ahí que la fugacidad –no lo efímero- contribuya al deterioro de la vida citadina, al llenar la cotidianidad de momentos sin espesor, sin duración, vacíos. Sólo en el tiempo somos humanos por eso la necesidad de cultivar el tiempo creando –en la ciudad- zonas de demora. Bulevares, corredores, paseos, incluso salas de espera, pero en todo caso despejadas del consumo de mercancías, es decir, diseñadas para consumir tiempo, en primera instancia y de manera fundamental. 

Sabemos que el mercado ha convertido la espera en bolsas de tiempo para el consumo y de lo que se trata en cambio, en el caso de la tesis que sostengo, es de consumir tiempo para la vida. Para ser más y mejores seres humanos y para que la ciudad prometa permanencia debe aspirar a crear espacios dedicados a sentir con fruición el paso del tiempo. No es fácil, porque el mercado no está dispuesto a “invertir sin retorno inmediato” y no siempre acepta que el Estado lo haga utilizando las exacciones de ley, es más, pudiera a la bandolera saltarse las leyes que contribuyan a la generación de derechos ciudadanos inmateriales. Consumir (mercancías) es la regla de oro, y las ciudades están hechas ciertamente para el consumo de éstas, pero no es precisamente éste lo que garantiza su duración, sólo el consumo cultural del tiempo las perpetúa y las hace memorables. 

Proyecto político: ralentizar la vida ciudadana para que podamos en compañía gustar el paso del tiempo. Ideal ciudadano: llenar las horas de ocio compartido en espacios públicos. Pero, ¿quiénes tienen tiempo para el ocio…? La democracia cultural sin duda, tiene un indicador en la cantidad de ocio per cápita. “El ocio resulta, pues, un factor a tener muy en cuenta cuando tratamos de aproximarnos al bienestar de las personas en un sentido más amplio que el que vendría definido exclusivamente por los aspectos materiales que contempla el PIB y puede que más fiable en determinadas circunstancias (una vez alcanzados unas mínimas condiciones materiales)” (Gabaldón et. al., 2005: 6) 

La construcción del tiempo compartido como parte de la gestión pública ha de ser una práctica municipal propia de burgomaestres (del alemán “bürg” ciudad y “meister” maestro) –menos de alcaldes… (del árabe al-qadi el juez) comprometidos con la dimensión espiritual de los ciudadanos. Desvivimos la ciudad en la velocidad insensata y sin destino, en cambio la vida plena la experimentamos en la detención, en el regusto de las horas, en los tramos de luz y sombra, en los interregnos crepusculares, en el silencio y la contemplación, en la grata posibilidad de caminar sin apremios externos. En definitiva, la ciudad debe ser pensada y construida para los niños, las mujeres embarazadas, los ancianos y los viandantes. Sus ritmos e intereses son una buena medida para diseñar espacios, escalas y lugares. Y sobre esta base, levantar lo demás. Sobre los fundamentos de la vida, alzar los andamios de la convivencia.

En el silencio y el vacío somos nosotros, pero alcanzamos la igualdad originaria cuando somos uno con todos. No (sólo) como conocidos sino esencialmente como desconocidos que se saben y reconocen. Y si la ciudad nace cuando surgen los desconocidos, la convivencia ciudadana se establece cuando re-cordamos –cuando traemos al corazón- la huella de la fundación, de aquel silencio y aquel vacío que nos constituyó como humanos. 

¿Cuándo con-vivimos? Cuando respetamos al otro, cuando sabemos que somos iguales pero distintos. Cuando respetamos sus silencios y sus palabras. Sus espacios. Cuando recordamos los elementos fundadores de la vida y por ende, de la vida en (la) ciudad. 

Porque, qué es la política sino (el) vivir en la ciudad. Y no simplemente vivir, sino convivir. La política no es una actividad individual sino colectiva. Una acción que se ejerce con los otros. Un proyecto común. De ahí la necesidad de tejer espacios para el encuentro, para lo colectivo. Espacios, además, para que las palabras sean. Porque lo colectivo sólo puede darse efectivamente si hay palabras de por medio. Para decirlo de otra manera, sólo las palabras hacen nacer lo colectivo, lo común. Y etimológicamente, lo co-mun (del indoeuropeo Ko enteramente, globalmente; y del latín arcaico munis, compuesta por mei intercambiar y nes lo social) es el fundamento de las instituciones que a su vez constituyen los nodos que tejen la vida de la polis, la vida política.

Si la ciudad por antonomasia es el lugar de las palabras, su negación es el vacío de las cosas. Por eso es fácil relacionar las plazas y los templos con las palabras que rozan el silencio y lo humano trascendente, e incluso el mismo mercado, como ha sido y lo fue desde siempre. Porque como ha dicho Ítalo Calvino “Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos”. Y en efecto, si el mercado se vacía de palabras y se llena de cosas –vale decir, se colma de mercancías y los seres humanos desaparecen- las palabras se borran y las cosas sin alma/desalmadas pasan a reinar en el vacío. Es la muerte de la política, y en consecuencia la muerte de la ciudad. Joel Kotkin, por cierto, compara los rascacielos con las catedrales y mezquitas, pero su carácter sagrado (y fundador de ciudades) no lo tienen las torres de acero, vidrio y hormigón que, al ser “esencialmente estructuras comerciales, se suponía que poco podían decir acerca de un orden moral o una justicia social duraderos. Construidas principalmente en aras del beneficio y por intereses privados, asimismo tampoco podían proteger a la ciudad del ataque de quienes trataban de imponer otras visiones, radicalmente distintas, del futuro urbano” (2007: 177).

La ciudad es el lugar de encuentro de los iguales desconocidos, porque condición del diálogo (del griego dia a través; logo palabras) es la igualdad, la construcción racional del equilibrio. Los iguales pueden con-versar incluso en el silencio (pues parten del reconocimiento y del respeto) y al momento de los intercambios logran en consenso y acuerdo, entregar lo equivalente. “Los acuerdos comunicativos, dice el ecuatoriano Luis Augusto Panchi, constituyen la sociedad, son la médula de la política y permiten la superación de los conflictos a través del establecimiento de reglas para el funcionamiento del mercado y la distribución de los bienes” (2004:328). La política es la construcción racional e intersubjetiva del equilibrio, la eliminación progresiva de las desigualdades.

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