Colonialismo 2.0

Por 
Orlando Villalobos


El capitalismo de la emoción busca colarse hasta el inconsciente, vencer las barreras y muros de contención.
Lo acabamos de observar en ese show montado en Cúcuta, como preámbulo del ataque que comenzaría instantes después contra Venezuela, apoyándose en el caballo de Troya de la supuesta ayuda humanitaria.
La derecha echa mano de cantantes, misses, deportistas y personajes de la farándula, que como en el Fausto de Goethe venden su alma al diablo y después no se pueden devolver. Le sirven al comercio barato de las emociones puestas al servicio de la domesticación de la subjetividad.
La industria cultural capitalista recoge la cosecha de la difusión de estas figuras, que con frecuencia “no tienen talento pero echan palante”. Con el almíbar de las canciones edulcoradas e insípidas se desatan las emociones y se dispara el juego lúdico, que permite el acceso a la gratificación inmediata autocomplaciente. Es la banalidad al servicio del colonialismo de nuestras subjetividades y emociones.
La jugada no es nueva, ni mucho menos. La fórmula de utilizar la farándula se emplea cada vez con mayor frecuencia. Lo han hecho en Ucrania, Israel, reiteradamente en Venezuela y en cuanto país hayan querido golpear, mal poner o satanizar. La receta consiste en dar rienda suelta a la civilización del espectáculo haciendo que los faranduleros  canten, bailen y envíen mensajes a través de las redes.
En la tradición cultural “el discurso hablado, recordado y escrito fue la columna vertebral de la conciencia”, dice Steiner[1], en un ensayo. Pero ahora en el mundo digital predominan la imagen y la disputa por las emociones. La música ocupa un espacio envolvente, que genera identidad y puede favorecer lo que Marx llamó la alienación –la ilusión de la mentira convertida en verdad-, pero que otros más recientemente han llamado la sociedad del espectáculo. Es ese mundo en el cual lo espontáneo, auténtico y verdadero se sustituye por lo artificial y falso.
Esta fórmula ha sido aplicada reiteradamente contra Venezuela. Todavía recordamos que la jornada de violencia de 2014 –las llamadas guarimbas- fue acompañada por el ruido macabro de faranduleros, algunos de los cuales no han tenido la dicha de pisar suelo venezolano. Alejandro Sanz, Paulina Rubio, Ricky Martin, Cher, Madonna, Ana Gabriel y Rihanna, como parte del engranaje alienante dijeron estar molestos con lo que aquí ocurría. La lista de los que se pronunciaron es muy larga. Añado a Marc Anthony, Marco Antonio Solís, Luis Fonsi, Jared Leto. Ah bueno, Juanes, Carlos Vives, Lucero, Alejandro Fernández, Chino, Nacho, Ricardo Arjona y dele. Hasta Molotov, grupo mexicano que predica un “Chinga a tu madre” y nos dice que “mejor no te metas donde nadie te llama/aquí nadie te quiere/porque no te ahorras tus comentarios” o que “el carnal de las estrellan” solo quiere acostarse con ellas.
Es la industria cultural al servicio de un plan masivo de agresión contra un país, de uno solo, Venezuela, off course. Nadie queda afuera. Misses, peloteros, futbolistas, actrices y cantantes son elevados a la categoría de influencers, siempre que se presten para el discutible y deplorable papel de cargar con el saco del colonialismo o neocolonialismo que nos imponen.
Ellos que son tan preocupados por lo que aquí ocurre se muestren apáticos e insensibles con realidades que a muchos tocan de cerca. Maná se calla ante el asesinato de dirigentes sociales y periodistas en su país; se calla ante los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. A esta gente nada le dice las caravanas de migrantes que salen de Centroamérica, ni el muro de la vergüenza que construye Estados Unidos, ni el asesinato de líderes sociales en Colombia; ni la exclusión y desigualdad que anda suelta por la calle.
De paso se vanaglorian de esa actuación. Tuvieron que salir Coti y Joan Manuel Serrat a decir que lo de Cúcuta fue un acto político –de la derecha- y que por tanto genera una responsabilidad política. Allí la neutralidad no estaba invitada. Pero ya sabemos que estas operaciones musicales y farandulescas son financiadas con los dólares de  National Endowment for Democracy (NED), USAID y la enorme red de agencias, fundaciones y ONG creadas por Estados Unidos para garantizar su dominio cultural. De nada les sirve mostrarse filántrópicos y desinteresados, si ya sabemos que son pagados para ejecutar políticas derechistas y fascistas.
A estos personajes de la farándula les ocurre como a un personaje –Alex- que el escritor británico Anthony Burguess incluye en “La naranja mecánica” (1962). Alex se expresa bien, es aficionado a la música de Beethoven, pero por las noches sale a matar y sembrar el terror. Agrede, viola y mata. En la novela está dotado para la utopía, pero él prefiere la distopía.

II
El término wifi es una marca comercial, usada para hacer referencia a la tecnología de red sin cable. Ya se ha incorporado a nuestro léxico cotidiano, del mismo modo como en Maracaibo Panorama se convirtió en sinónimo de diario o periódico. Según el cuento, un maracucho dice en Caracas: “Vendeme ese panorama que tenéis ahí”, y puede ser cualquier otro diario.
La tecnología deja su huella; manda, genera fascinación, incluso otorga prestigio, en algunos segmentos de la población. En el lenguaje cotidiano, no es lo mismo tener un “pote”, que un aparato celular de “alta gama”. Quienes tengan uno de éstos últimos “están en la buena”, “saben lo que hacen”, “eso es para gente cool”. Por añadidura, lo primero que te quita el delincuente es el celular. Es el celular o la vida.
Es el mundo digital con sus dispositivos electrónicos, teléfono móvil convertido en smartphone, redes virtuales legitimadas como supuestas redes sociales y aplicaciones (la generación app). El mundo está a tus pies o en tus manos si tienes uno de estos móviles “inteligentes”. Cada quien lo cree, lo vive y lo siente.
La derecha lo sabe y lo trabaja. “¿Cómo sabes tú que mañana se cae Maduro?”. Lo dice wasap. “Para saber lo que está pasando tienes que estar en Twitter o Instagram” y dale. Si lo dice Twitter es más que suficiente, no importa que la realidad sea otra. De allí esa cadena permanente de medias verdades y noticias falsas que nos persiguen desde que nos levantamos, para decirnos y convencernos de que lo mejor que puede pasar es que haya una intervención militar extranjera, obviando toda perorata democrática y de convivencia.
Es la realidad sin filtros. Si acaso a esto lo pudiéramos calificar como otra revolución tecnológica, entonces tendríamos que admitir que toda técnica surge para dominar y someter a otros. No para que seamos más productivos y felices, como dice la superchería barata. Una tecnología que se respete materializa una forma de dominio; en el caso del smartphone, de dominio y control mental, cultural, comunicacional y psicológica, todo en un solo paquete.
El smartphone es un objeto digital de devoción. En cuanto aparato de subjetivación, funciona como el rosario, que es también, en su manejabilidad, una especie de móvil. No es nada casual. Walter Benjamín concibe al capitalismo como una religión. Es el “primer caso de un culto que no es expiatorio sino culpabilizador”, dice.
Es probable que el ciudadano promedio que se desvive por tener el último smartphone, crea que la tecnología lo pondrá a salvo o lo hará más feliz. No está para observar que el mismo dispositivo electrónico o máquina que nos explota, es el mismo con el que nos divertimos, nos pone en contacto con otros, nos permite expresarnos en política. “Esto demuestra a qué punto ha llegado la cultura capitalista y el sistema de control del capital sobre corazones y mentes”, dice César Bolaño, profesor brasileño.
En la actual disputa por el sentido común, en el conflicto político venezolano, estamos ante el reto de no dejarnos sobrepasar por la seducción tecnológica y
rendirnos ante este colonialismo 2.0.

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