Es sabido, largamente, que los seres humanos somos
seres de palabra. Que las palabras nos constituyen y conforman. Por
lo que debemos saber, también, que todos los ataques al ser humano
son, en el fondo y en esencia, ataques a la palabra, a sus palabras.
De ahí la crueldad del ostracismo y el aislamiento, la
desorientación y desolación que provoca que nos corten la
comunicación con los otros, con el entorno, con el mundo. Nuestros
verdaderos límites están en nuestras palabras. Podemos llegar al
confín del mundo viajando en ellas. No hay prisión, si la palabra
vuela. Esto lo sabe el poder que la cercena. Que la pervierte, la
enajena y la borra.
He pensado que los que alejan a la poesía del
pueblo persiguen que este pierda el contacto con las palabras
esenciales, con la esencia de la vida que está en las palabras.
Alejan a la poesía creando una distancia, un muro ilustrado,
elitesco, haciendo creer que la palabra poética es asunto de
iluminados. Pero no. La poesía nació en el pueblo, sólo que llegada
a palacios y cortes se remilgó, edulcoró y pretenciosamente,
elevó. Sí, después del tránsito por la tierra, por los dolores y
amores de los hombres y las mujeres, la poesía derivó en fabla de(l)
poder.
La poesía, por ser y venir del pueblo, tiene
vocación de aire. Es efímera y se acomoda a los ritmos de la
respiración de los idiomas. Por eso, los primeros poemas escritos
que se conocen provienen de la oralidad y sólo tras muchos siglos de
trance aéreo fue que las castas de escribas llevaron a tablas,
pergaminos, papiros y papel, versos y hemistiquios. Cuando la poesía
llegó a la escritura, algo perdió. De ahí pienso que la mejor
poesía siente una nostalgia profunda por la oralidad, por su fuente
nutricia y albo alimento. La mejor poesía (y creo incluso lo mejor
de la literatura) se surte de lo oral, de la palabra viva.
Porque la escritura nació para la administración,
para llevar cuentas y haberes del mundo del dinero. Todo se podía
olvidar menos las deudas y el nombre de los morosos. Por su parte,
las leyes tampoco podían ser olvidadas y menos incumplidas y por
escrito debían quedar sus interdictos. Leyes y administración
nacieron para cuidar los bienes de los poderosos y la escritura fue
el vehículo para fijar, establecer, determinar. La ciencia y el
conocimiento, lo que tienen de fijo, establecido y determinado, les
vendría también de la escritura. En ese sentido, la literatura
sería muy posterior a esos usos mundanos. Y cuando llegó a la
poesía, esta sufrió su rigor: fue encapsulada en formas fijas,
estrictamente medidas. La poesía sin embargo, desembarazándose de
los impuestos, impregnó a la escritura de sus atributos, desafiando
la ortodoxia, la sintaxis y la ortografía. Recordando y retomando
sus orígenes, su fuego inaugural.
La escritura se encargó de desplazar a la
oralidad obviamente, por venir del pueblo; por ende, mira con desdén
los juegos de (la) palabra, su graciosa vitalidad. Hay una poesía
sin duda hecha a la medida de la escritura y de sus vicios, de la
escritura clasista y excluyente, y
sólo se acerca al pueblo cuando se acerca a la oralidad, a su espontánea y dúctil flexibilidad.
La verdadera poesía tiene claro que debe vérselas
con la escritura y su poder. La escritura procura cercar y dominar.
Procura controlar. Busca que la realidad no se desborde ni salga
de la horma. El poder que está detrás de la escritura y que con
ella se expresa, presenta dos opciones: la oscuridad opaca del
sentido o su transparencia inocua. Lo críptico que se despeña en
el vacío o el sentido que no tiene doblez ni trasluz. La escritura
necesita el sentido y sobre todo, fijarlo. El poder se construye
sobre la base del sentido y mientras más pétreo, mejor. Lo que
rompe el sentido y funda el sinsentido, busca escapar al cerco. He
ahí la liberación, la fiesta y celebración de la locura.
La verdadera poesía desafía el sentido
establecido e indaga en la realidad que se escapa como las imágenes
del sueño al despertar. La poesía es el sentido siempre naciente.
Por eso la verdadera poesía es indagación y revelación. El
universo no cabe en un idioma, querido Ramos Sucre, lo colma y lo
desborda en lo que tiene de imprevisto e impredecible, impronunciable
e indecible. La poesía funda sentidos, los abre, los descubre, los
revela, para llevarnos más lejos, más allá, para trascender la
realidad y descubrirnos parte del mundo en lo que tiene de sagrado e
inmortal. Y lo hace descubriendo en la realidad lo que nos
trasciende, a través de la grieta, el intersticio, la celosía, el
envés y el través. Las palabras en estado poético giran en su
gozne. Están aquí y allá, nos devuelven su sentido aquí y abren
uno y otro del otro lado. Con las palabras nuestras, las de todos los
días y las que bullen en la infancia y la memoria, des-conocemos el
mundo y nos abrimos camino en él, a tientas, asombrados. La poesía
se hace con las palabras de siempre, nombra lo que aún no existe
pero que comenzará a existir como imagen y posibilidad a partir de
su modulación. Es en la palabra cotidiana, de pronto extraña, por
donde asoma la vida que nos trasciende e ilumina.
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