Presentación del libro Con voz de animal pequeño, de Cósimo Mandrillo

 En el marco de la FILVEN Zulia 2025 tuve la oportunidad de presentar el hermoso libro de poemas Con voz de animal pequeño, de Cósimo Mandrillo. Esto fue lo que leí.

Un acercamiento a Con voz de animal pequeño, de Cósimo Mandrillo


«La niña que salta es cada vez más transparente

Desierto inmóvil

Solo lo blanco existe»


Por

José Javier León


Este libro de Cósimo Mandrillo, ganador de la VII Bienal de Literatura Gustavo Pereira (2023) y editado por Monte Ávila, es —permítaseme el lugar común— un paisaje hecho poesía. Se presta para ello el desierto: el omniabarcante blanco y sus destellos, su vibración inmóvil. Se prestan los elementos: la sal, el mar, el sol que parte la tierra con sus rayos, el brillo cegador que arde, que achina los ojos y los cierra a la fuerza. Decía el Neruda de Residencia en la tierra: «El mar: su blancura de poema sin palabras», y en Odas elementales: «Mar, tu blanca espuma escribe / el poema del mundo».

Imaginemos un paisaje hecho de luz, de distancias, de reverberaciones. En ese paisaje, estallado de claridad y sombras huidizas, hombres, mujeres, animales —pero sobre todo niños y niñas— cobran presencia. Se incorporan a un espacio lleno de lejanías y, al mismo tiempo, de eternidad. Todo está vivo, consubstanciado con la presencia palpable del silencio.

Con voz de animal pequeño es un glosario del desierto. Si queremos tener nombres para lo fugitivo —porque de tanta luz los cuerpos se desvanecen en el paisaje, se fugan en la calina, en el exceso de sol—, si queremos decir algo que el viento se lleve pero que se vuelva luz detenida, leamos este poemario. En él hay un plan desplegado para abarcar el misterio de lo que está allí, para nosotros a tan solo unas horas de carretera, o aquí mismo entremezclado en el ajetreo cotidiano, como también sumergido en la inmensidad del mito y, a veces, o las más, en el fondo del miedo.

Cósimo nos lo traduce y entrega en imágenes de sal. Allí encontraremos el desierto inmóvil, el espacio ancestral detenido en el tiempo. La calina del mar, vapor y espejismo que funde litoral y sequedad. El campo de batalla, evocación de una geografía marcada por la guerra. La tierra hecha terrón salado al borde del mar. El sol —el jagüey— incrustado en la superficie reseca. Y cuando todo se ha colmado de mar y silencio, surge la pregunta -no exenta de retórica-, la exclamación: ¿Para qué más desierto?

El libro juega a ser un cosmos, un universo. Aparecen divinidades y entidades míticas: Ma'leiwa (creador), Juya (divinidad de la lluvia), Pülowui (voz que arrastra sombras), Joutai (viento), que estructuran el mundo físico y espiritual de los personajes. El wayuunaiki, que más que idioma, es forma de invocar lo invisible, de cantar la memoria, de nombrar lo que no se ve.

El territorio aparece como cuerpo mítico: tiene piel de jaguar, la sal arde, el horizonte piensa. El desierto, el mar y la salina son espacios animados, dotados de voluntad y memoria. Kaloina, Kanutshi, Tamaiwa, Waraane, Wuinkunat y Taluwa son personajes arquetípicos que representan roles míticos —la niña que canta, el pescador, la salinera, el pastor, el viajero, el heredero de la memoria— y entre todos y con nosotros, configuran una narrativa colectiva.

También se nombra el ciclo de vida, muerte y tránsito con Jepira, el lugar de descanso de los muertos. Se describe el lavado de huesos, el tránsito de los sueños, la comunicación entre vivos y muertos como parte de un orden cósmico. El libro no separa lo humano de lo natural ni lo cotidiano de lo mítico. Todo está entretejido: el juego infantil, el trabajo, el viaje, el canto, la guerra, la memoria. Un tejido poético y simbólico convierte el libro en una cosmogonía, donde la voz del poeta deviene médium entre mundos.

Es un paisaje total que va desde los niños jugando a sacudir el agua y a ser peces, a marcar sus huellas en la tierra blanca, hasta la guerra, hasta la última gota de sangre. Y sí, un orden visto desde afuera, pero que para traducirnos su totalidad se imbrica con las voces que nacen de lo hondo de la boca, que se tejen y urden con la suya: la de Cósimo, que como los wayuu también ha hecho sus viajes de ida y vuelta. No con una misma lengua, como el wayuu, sino con dos, entretejidas. Aunque sí —y he ahí lo conmovedor— con un mismo desierto y un mismo mar que ilumina, que no duerme, de verdes que no cesan. Un mar que ruge como una selva líquida, poderoso. Un mar que envuelve a la península como a una isla, y que llega a la tierra y la cubre de luz, salina y calina.

Se retoma desde la perspectiva de quien camina dormido hasta el horizonte, desde la sensibilidad que entreve —con voz de animal pequeño— algo semejante al silbido de un sueño, una versión más de aquella «salmuera humana del Caribe» de la que habló Gabriel García Márquez. Y la mención al narrador no ocurre aquí al voleo: Cósimo ha trazado un itinerario narrativo que también reconoce en La Guajira espacios limítrofes, insulares, donde la cultura wayuu y el mar configuran un mundo aparte.

En esa totalidad, en ese tejido de voces y distancias, hay un verso que sin duda lo toca a Cósimo en su transfiguración de migrante, de quien también viene de la lejanía y el espejismo:
“Un silencio grande —¿el poema?— viene del mar / siempre del mar.”







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