(Autor: Clodovaldo Hernández)
De tanto jugar con fuego; de tanto banalizar la
muerte; de tanto hacer apología de la violencia; de tanto regar semillas de
odio contra el adversario ideológico, las élites opositoras han colocado a sus
seguidores en estado de guerra civil. Significativamente, el estallido de esta
confrontación no se está dando entre ricos y pobres -como tantas veces se ha
pronosticado-, sino entre gente de las clases medias que se cuece en su propio
caldo.
Vamos a estar claros, de entrada: no hay que
llamarse a engaño respecto a lo que ha pasado hasta ahora, pues, como
suele suceder en todos los choque bélicos, siempre es el pueblo pobre el que
pone la mayoría de las víctimas, pero es conveniente prestar atención
también a las señales que se están presentando en el interior de los
estratos medios, donde la oposición de derecha domina ampliamente.
Las escenas que fueron difundidas a través de las
redes sociales durante la actividad principal de la Mesa de la Unidad
Democrática en la semana que concluye no son algo que deba tomarse a la ligera.
En primer lugar por la carga de violencia física y verbal que aflora en estos
episodios cada vez más frecuentes; en segundo término, por la ausencia absoluta
de autoridad que rodea estos actos, en los que los vecinos que ejercen algún tipo
de “liderazgo” se convierten en los pranes de unas cárceles muy peculiares, las
que se impone a sí misma una parte de la “sociedad civil” que supuestamente
lucha contra una dictadura.
Veamos el primer aspecto. El plan de llevar a cabo
un supuesto paro general, basado en el cierre forzoso de las salidas de las
urbanizaciones y de calles y avenidas de zonas neurálgicas de las ciudades, es
parte de la maniobra general para que una minoría violenta haga ver al mundo
que el pueblo en general se opone a la Asamblea Nacional Constituyente y quiere
derrocar al presidente Nicolás Maduro. Sin embargo, la ejecución de ese
plan implica muchas molestias, principalmente para las personas que habitan en
las zonas de clase media y media alta, pues quedan convertidas en rehenes de
sus propios vecinos radicales.
Muchas personas que participan de buena fe en esas
trancas no aprecian el componente violento de esa forma de protesta. Consideran
que es una manifestación legítima y pacífica, que merece respeto, como se oyó
decir a alguien que observaba el incidente entre un individuo que obstaculizaba
la vía y otro que intentaba pasar con su camioneta (“¡Respeta la tranca!”, le
gritaba). Puede decirse que, en general, hay consenso en estos sectores en que
las guarimbas son una forma de protesta válida… hasta que por cualquier razón,
alguna persona tiene que movilizarse o queda atrapada en un lugar distinto al
que le conviene. Entonces se rompe el consenso y arde Troya.
La violencia ejercida contra los vehículos es un
material altamente explosivo y muy simbólico. No hay que perder de vista lo que
el automóvil significa para los estratos medios de la sociedad. Quien haya
reflexionado un poco sobre eso (sobre todo si lo hace introspectivamente) puede
entender que un ataque deliberado contra el carro de alguien es casi como si se
hiciera contra un integrante de su familia. En algunos niveles sociales, el
vehículo es la representación patente del estatus económico, un emblema del
llamado “ascenso social” o la barrera que separa a su propietario de los bajos
fondos, donde están los pobres. Allí radica uno de los detonantes de la “guerra
civil de la sociedad civil”: es muy posible que comience con algo como lo que
vimos el miércoles, un “¡Maldito, me escoñetaste mi carro!”. (YO:
respuesta del agresor "Vieja chavista" y la señora responde
"Chavista el coño de tu madre")
Aprovechemos esta referencia para pasar ahora al
punto de la violencia verbal que hierve como un caldero de aceite en estos
lugares. Estudiemos los “insultos” que estas personas intercambian. Eliminemos
los más habituales en nuestra jerga de toda la vida y subrayemos el
señalamiento político como forma de exponer a una persona a la violencia física
perpetrada por una turba. El sujeto que “coordinaba la tranca” en un lugar del
llamado este del este de Caracas, luego de abollar el automóvil conducido por
una señora (en el que, además, iba un niño), y ante las repetitivas maldiciones
de ella, opta por decirle “¡chavista!”, un agravio tremendo en esos ambientes,
que ya le ha costado la vida a varios infortunados en Altamira y sus
alrededores.
En esa palabra, este sector social resume numerosos
defectos: ignorancia, primitivismo, ordinariez, violencia política, irrespeto a
la democracia y paremos de contar. ¿Pero de qué han sido las demostraciones que
estas mismas personas han dado en estos casi cuatro meses de locura
generalizada? ¿Faltó algo de eso, por ejemplo, en las ya referidas escenas de
los conductores que se rebelaron contra los trancazos ejecutados por sus
propios correligionarios políticos y vecinos?
Revisemos ahora el aspecto de la falta absoluta de
autoridad en las zonas donde se realizan estas protestas. Baste decir que en
condiciones normales, estos incidentes tendrían consecuencias penales. Quienes
colocan cadenas y candados en portones de uso común, impidiendo la salida de
las personas incurren claramente en del delito de secuestro, sobre todo si
alguien intenta traspasar la barrera y se le intimida con armas, se le golpea o
amenaza o se le causa daño a sus propiedades. En los territorios dominados por
la oposición donde esto ocurre, no es extraño que los sucesos sean presenciados
impasiblemente por agentes policiales municipales o estadales.
La falta de autoridad se ha hecho más contundente
en esta oleada de violencia política, al sumarse la fiscal general de la
República, Luisa Ortega Díaz, a la estrategia insurreccional opositora. La
línea asumida por el Ministerio Público ha sido la de perseguir e imputar
únicamente a los funcionarios de seguridad del Estado que presuntamente han
cometido excesos en la contención de las manifestaciones violentas. Frente a
los desmanes y hasta crímenes horrendos que han perpetrado los manifestantes,
como el apuñalamiento, paliza y quema de Orlando Figuera, la Fiscalía se ha
limitado a decir que investiga los hechos y hasta se ha adelantado a negar que
pueda tratarse de crímenes de odio, una actitud que ha favorecido la
reiteración de tales delitos, los cuales ya se están haciendo moneda corriente,
como se evidenció esta misma semana en Anzoátegui y Caracas.
En lo que respecta a los enfrentamientos entre
ciudadanos, provocados por los cierres ilegales de calles y avenidas, la
inacción ha sido la respuesta del despacho encabezado por Ortega Díaz. Hasta
ahora, que se sepa, ni siquiera se ha abierto alguna investigación al respecto.
Al que le abollaron su carro, abollado se quedó. Demás está advertir que esta
impunidad solo puede favorecer la toma de la justicia en propias manos y la
aparición de rencillas entre particulares. En nuestros barrios, azotados por
bandas criminales, saben mucho de eso.
Al sentirse guapos y apoyados, cubiertos por el
manto de la impunidad, los líderes locales que controlan los puntos de cierre
de vías han mostrado el lado más perverso que, al parecer, todo ser humano tiene.
Como si se tratase de una nueva versión del Experimento de la prisión de
Stanford, los vecinos que encarnan el rol de carceleros se transforman en
crueles esbirros de sus propios conciudadanos, a pesar de que en su mayoría son
también copartidarios en el plano político. Para agregarle un detalle muy siglo
XXI, más que como carceleros, estos jefes de tranca se comportan como los
pranes de estas prisiones. Y, tal como ocurre en las cárceles, el
puesto de líder negativo está siempre en disputa, pues se conquista a punta de
ser el peor de todos, de sembrar el terror.
En estos días depravados, muchos hemos podido
observar en persona a estos pranes en acción. Ahora, el país entero los ha
visto en videos virales. Una señora de servicio doméstico que transitaba
caminando a duras penas entre peñascos, cachivaches, cuerdas, alambres de púas,
manchas de aceite y miguelitos, por los lados de Horizonte, en El Marqués, lo
dijo todo: “Si así se portan siendo oposición, ¿cómo serán cuando estén en el
gobierno?”.
Al día siguiente del tal paro “cívico”, que fue más
bien un secuestro con algo de autosecuestro, las calles de los municipios
Chacao, Sucre, Baruta y El Hatillo parecían zonas de guerra. Y conste que no
habían ocurrido enfrentamientos con la Policía Nacional Bolivariana o la
Guardia Nacional Bolivariana. Solo en algunos lugares puntuales había actuado
la fuerza pública, cuando ya la situación era grave (como fue el caso de las
inmediaciones de Venezolana de Televisión). En la mayor parte de las calles y
avenidas de las urbanizaciones de clase media y media alta, esos destrozos, esa
desolación, esa destrucción solo puede explicarse como una guerra doblemente
civil: una que está surgiendo entre civiles que se precian mucho de su
civilidad.
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