La «Guarimba» o el Terror Pánico




(Versión corregida y aumentada)
José Javier León
23-31/03/2014

«…los empresarios no fijaban los precios de acuerdo con la oferta y la demanda, como sostenía la economía neoclásica, sino que fijaban los precios por el procedimiento de sumar a los costes de producción un beneficio satisfactorio»

Frederic S. Lee, en «La economía poskeynesiana (1930-2000)». Entender el capitalismo, Ediciones Bellaterra, Barcelona, España, 2003, Pp. 129-154


«La relación entre rebeliones y sentimiento de inseguridad puede esclarecerse aún más mediante una nueva aproximación que hará resaltar ahora un frecuente vínculo entre las violencias colectivas y la ansiedad mal definida suscitada por un vacío de poder, lo que puede hacer que esta ansiedad gane a personas normalmente integradas a la sociedad»

Jean Delameau, El miedo en Occidente, Ediciones Taurus, 2005, p. 241)

Hace un tiempo reflexioné sobre el cuerpo y la política[1] y, aunque ya lo pensaba no llegué a escribir sobre una idea complementaria un tanto peregrina: que las «huelgas de hambre» a las que se sumaban como lluvia o goteo distintos miembros de la oposición –más allá de que, si acaso eran huelgas en absoluto eran de hambre- representaban el síntoma de una idea sobre el cuerpo-en-la-política que estaba incubándose en nuestra sociedad neoliberalizada; porque Venezuela no escapa como se pudiera creer distraídamente, a una tendencia mundial: efectivamente y pese a la madurez de la revolución bolivariana (o tal vez por eso mismo) la política es presionada por el capitalismo financiero que hace brotar con fuerza inusitada corrientes neofascistas.
El punto es que, así me decía, la «huelga de hambre» es una manera de ex-poner el cuerpo, de pre-sentarlo frente al poder omnímodo (pero sobre todo) omnívoro del Estado, fachada represiva del Capital. Ante el Estado Capitalista absolutizado, expongo mi cuerpo y comienzo a vaciarlo poco a poco de vida hasta llevarlo al límite. No tengo más sino mi pellejo, y es eso lo que le devuelvo al Capital, explotado ahora sí hasta sus últimas consecuencias.
Claro está, lo anterior no puede repetirse ni ser usado para explicar las huelgas de hambre de la derecha, en verdad puestas en escena bufas con las que incluso payaseó ese nefasto personaje de la más rancia y criminal historia política venezolana, Antonio Ledezma.
Aquí no hay un Estado que sirva de parabán para las operaciones de las trasnacionales, o que esté comprometido carnalmente con ellas, ni son políticas del Estado las estrategias hambreadoras del FMI. Obviamente que no serán sino obras de teatro las referidas huelgas, en verdad antípodas de las conclusivas de hambre con las que se enfrentan con dignidad seres humanos reducidos a un cuerpo exangüe como único y último recurso.
Esto lo recordé contemplando el espectáculo de las «guarimbas», en especial porque han significado el auto-enclaustramiento violento de un sector social que hoy expresa su miedo traducido en odio (y viceversa), levantando barricadas e incendiando, taponando los accesos a y las salidas de ¡sus propias urbanizaciones!
No entran en esta explicación las trancas en carreteras y avenidas principales que no son expresiones del cuerpo (o yo no las incluiría en el ámbito de la bio-política, al menos de manera directa) sino estrategias de subversión y terrorismo en contra del Estado revolucionario. Muy distintas por cierto, a las trancas de vías contra la circulación del Capital que ejercen los pueblos, los indígenas y campesinos en los países donde el neoliberalismo campea. Por ejemplo, véase una de las muchas reseñas sobre las trancas de vías en el Paro Agrario colombiano en agosto de 2013:  «Conflicto colombiano llegó a su quinto día sin acuerdos»[2]:
«Por un lado, Carrillo aseguró que “no habrá diálogos si persisten los campesinos en las vías y los problemas de orden público”, ofreciéndose él como garante del proceso de mediación entre los campesinos y el presidente Juan Manuel Santos. Por su parte, los paperos respondieron que no están dispuestos a desbloquear las vías, sin antes lograr acercamientos que permitan solucionar problemas relacionados con los tratados de libre comercio, el precio de los combustibles, las importaciones de leche, los precios de sustentación de productos como la papa, abonos y pesticidas
En nuestro país al revés, estas trancan ocurren en los tramos de carreteras y autopistas que surcan urbanizaciones de clase media y alta, no con el fin de ponerle un freno a la circulación de bienes y servicios del capital en defensa de los comunes y públicos, sino para crear situaciones de colapso y caos que sirvan de caldo de cultivo para una violencia en escalada.
Hablaré entonces, de lo que se dio en llamar «guarimbas», estrategia de violencia focalizada consistente en bloquear accesos en calles y urbanizaciones, especialmente en zonas de clase media y clase media alta. Naturalmente se debían registrar allí por dos razones: la densidad en el uso de redes sociales, a la postre «lugar» sin lugar desde donde dimana viralmente el «liderazgo» que llama y convoca a las «protestas». La otra, que en dichas zonas se concentra la oposición electoral, coincidiendo el alto nivel de consolidación urbana, la concentración de clase media y media alta, con redes y afectos electorales, por supuesto, emulsionado todo por una animadversión enfermiza, mórbida, si se quiere clínica, contra el gobierno inficionada a través de los medios.
Por otro lado, controlar el acceso inequitativo o desigual a las riquezas nacionales creó no sólo una clase enriquecida sino privilegiada, y es precisamente sobre la base de los privilegios que se levanta todo el aparataje –especialmente simbólico- de «costos» y precios de las mercancías, bienes y servicios. Aparato que los economistas justifican escamoteando la realidad, encubriéndola con silogismos matemático-abstractos. Lo real es que el acceso a los bienes y servicios está determinado por la construcción ideológica de los privilegios, racismo mediante.
Pues bien, lo que el guarimbero promedio siente es que la tasa de privilegios desciende dramáticamente y por lo tanto, el valor de las cosas. Ha empezado a sentir que ya no podrá acceder exclusiva ni privilegiadamente a ciertos bienes y servicios y eso, en consecuencia, repercute en el valor de los bienes y servicios que coloca (o de los cuales se sirve) en el mercado, menos para compra y venta (eso en verdad está en un segundo plano) que para exponer o poner de manifiesto su estatus social.
Al descender las cotas de privilegio y en consecuencia, al descender el valor de los bienes y servicios, el guarimbero promedio siente que la cantidad y la calidad de lo que recibe (y siente además, que debe recibir por su situación privilegiada) a través del cordón umbilical que lo une al mercado comenzará a bajar. He allí la fuente de su terror. Un terror en parte fundado, en parte infundado. Fundado porque siente que en verdad es un privilegiado, y que el mundo se hizo para él y a su medida. Infundado porque realmente el mundo es de todos y no de unos pocos, y tendrá la calidad y cantidad relativa y proporcional a su trabajo. (Por cierto, el trabajo es verdaderamente un valor propio del socialismo, porque el capitalismo niega el trabajo y lo envilece; la explotación ha subsumido el trabajo dejándolo sin sentido, por lo que el explotado no es un trabajador en sentido estricto sino un esclavo). Claro, esta verdad simple como un sol, es la verdad del socialismo, el coco con que los guarimberos promedios son asediados por los medios y redes de comunicación.
Según veo las cosas, este es el núcleo central del conflicto: la idea, la creencia de una clase de que el privilegio y por ende el acceso privilegiado a determinados bienes y servicios que detentan y de alguna manera ostentan su estatus es parte de su condición o la constituye. Si este acceso se abre, democratiza o peor, se populariza, la fuente del valor –el privilegio- pierde su capacidad de performar el valor. Si no hay privilegio, el valor de las cosas tiende a la baja. Y si el valor de las cosas baja lo harán en consecuencia los precios, lo cual abrirá las alamedas del consumo, del acceso popular a dichos bienes y servicios.
El malestar que la Ley de Costos y Precios Justos provoca en el seno de la clase media y alta que expresó su pánico en las guarimbas, lo denunció con calmoso tino Leopoldo Puchi en un artículo titulado precisamente: «¿Por qué no aceptan el 30%?»: «No es válido, dijo, incendiar la nación porque se hayan limitado las ganancias a un máximo de 30%.»[3]
Para los privilegiados que han jugado a la especulación no debe existir, pues, nada peor que una ley que lleve equilibrio y razón a un ámbito donde ha reinado a placer la arbitrariedad y la imposición superficial de un estilo y modo de vida, mientras abajo, las presiones sociales se manejaron con represión, con fuerza directa y bruta. Vale la pena citar en extenso a Orlando Araujo cuando explica el Cadivismo claro está, sin que existiera el hoy difunto Cadivi, allá por los años 60, en un libro estremecedor titulado Venezuela violenta[4] lo que demuestra por si faltara más que la burguesía parásita que aupó las guarimbas es la misma y ha sido la de siempre:
El mecanismo es sencillo como corresponde a una economía colonial: las empresas extranjeras traen dólares para costear los impuestos y los servicios requeridos por la extracción del petróleo, el gobierno gasta la renta percibida en servicios y obras públicas, la minoría perceptora de estos ingresos, a su vez, vuelca su nuevo poder adquisitivo en todo género de consumos, servidos por un comercio que de este modo, transfiere riqueza al exterior y acumula capitales en el sector.
Es un círculo continuo, cerrado, vicioso. Es el círculo de la riqueza y del poder económico concentrados. Los ahorros acumulados en este círculo no van a la agricultura, muy al contrario, los excedentes precarios de esa agricultura, que sigue siendo feudal, convergen también a ese círculo que los emplea en su propio fortalecimiento y en el refinamiento de sus consumos lujosos.
Una oligarquía de comerciantes y de banqueros van entonces prosperando y acumulando un poderío económico que se traduce en poderío político y que se refleja en la vida institucional. No es una clase creadora de riqueza como históricamente fue la burguesía en las primeras etapas del capitalismo. Esta clase no inicia el capitalismo en Venezuela, es sencillamente la proyección colonial de un sistema capitalista foráneo más avanzado. Su papel es el de un agente de ese capitalismo, su función es intermediaria y su poder económico es derivado de otro fundamental y mayor. Sus ingresos no provienen de una combinación arriesgada de factores de producción sino de una comisión: la comisión del intermediario que compra afuera y vende adentro. No es, pues, una burguesía productora sino una burguesía estéril.
La ideología de esta clase refleja necesariamente su ser social. Es la ideología que, dentro de una economía colonialista, conviene a los intereses de la clase asociada al sistema capitalista extranjero. Es la proyección ideológica de este sistema que va encarnando en leyes, instituciones, doctrinas, hábitos y en formas múltiples de la vida política, social y cultural del país colonizado (Araujo, Venezuela violenta, 2010. El Perro y La Rana, Caracas, pp. 149-150).
Si todos tenemos el mismo acceso, nadie es, en principio, social y económicamente distinto. Por lo tanto, el poder se democratiza porque nadie estará por encima. He aquí el quid del asunto: quienes detentan el acceso privilegiado a los bienes han construido ideológicamente (y refrendado religiosa y filosóficamente, con prejuicios disfrazados de ciencia y conocimiento) dicho acceso, limitándolo (cercándolo) con acciones determinadas, concretas, precisas. Acciones sobre las cuales han tendido operaciones discursivas, repito, de diversa índole con el fin de erigir su legitimidad de manera incontrastable.
Pero, cuando son otras las operaciones de legitimación, es decir, cuando lo que se consideraba privilegiado ya no lo es, y por tanto, los controles para el acceso son levantados por un accionar político de signo distinto al que venía operando; cuando el acceso se abre, populariza o democratiza, son otros los elementos que se privilegian: lo colectivo, lo público, lo social. El mercado capitalista se resiente y el valor de las cosas (para el mercado) disminuye. Crece el valor social, pero éste no se expresa en los mismos términos que en el mercado. El valor social no tiene tasa ni medida en el mercado. De modo que el precio de las cosas depende de operaciones ahora sí de intercambio, marcadas por la necesidad, vale decir, por el uso.
En el marco del socialismo los precios tienden a la baja (de ahí que la inflación aquí sea inducida de lo cual los venezolanos tenemos pruebas fehacientes…), por eso es tan importante en un país en transición, para la clase media y alta, contar con fugas, con grietas, con mecanismos de valorización que eleven los precios, es decir, que rompan los controles para seguir imponiendo la hegemonía del privilegio, la expresión consumista de la «meritocracia», palabreja por cierto referida a la «élite» petrolera que se puso de moda en los escenarios de conflictividad golpista del 2002 y 2003.
La operación consiste en poner a valer las cosas según mecanismos de valorización ajenos al circuito endógeno, lo que consistió en recurrir al dólar no oficial, el cual elevaba demencialmente los precios de manera de generar un acceso ultra-exclusivo a bienes y servicios.
Se trataba sin duda de una acción desesperada y sin demasiado futuro que el gobierno atacó en diciembre con sorpresivas y contundentes fiscalizaciones, por lo que hubo que precipitar no más entrado el mes de febrero las acciones golpistas, respaldadas por ese sector de la oposición –específicamente guarimbera- que le hizo el juego a los operadores del golpe dándole rienda suelta al terror pánico a la pérdida de privilegios. La violencia desatada era el caldo de cultivo social para en-cubrir las acciones militares, para-militares, terroristas y «políticas» de los golpistas (del otro re-cubrimiento se encargaría la coalición internacional de medios de comunicación, con CNN a la cabeza…) internos e internacionales interesados en el control privilegiado de los recursos naturales del país, control en suma, que producirá el desequilibrio, la inequidad: esto es, los fundamentos del capitalismo.
La guarimba es pues, encerrarse, quedar dentro de una matriz, conectarse a las redes para poder respirar, acudir a la despensa preparada, atiborrada para la guerra, y esperar, adentro, en el regazo materno, en el líquido amniótico de la dependencia al capital, que el Gobierno, allá afuera, donde viven los otros, allá en la sociedad de lo social, en la sociedad «colectiva» (infestada de terribles «colectivos»), caiga, se derrumbe.
Pero el gobierno no cayó en el tiempo estimado. Y el cordón umbilical necesariamente hubo de ser restituido pese a los esfuerzos de diversos voceros a través de las redes; a pesar de la inflación de tendencias y opiniones falsas, de las mentiras virales que circularon prácticamente sin cortafuegos, de las «declaraciones» del propio Imperio –que se ha tomado la molestia de atacarnos- y que naturalmente insuflan e inflan con su injerencia la violencia –localizada, focalizada, pero agigantada mediáticamente. No obstante, ha sido necesario pese a todo, abrir primero un canal, luego el otro, retirar, recoger, apartar basura, y la vida definitivamente le pasó por encima a las barricadas, comenzó a fluir…
Pero hay algo, insisto, que la guarimba entraña. El miedo a perder la conexión umbilical con el mercado; cordón que la alienación y la ideología del capital sistemáticamente oculta a las masas de consumidores acomodados, que dependen como del aire para respirar del mercado. Frente al avance del socialismo, la clase dependiente avizora un acotamiento de sus privilegios, los cuales nacen precisamente de la desigualdad social que, a su vez, es fruto del control social de las riquezas y los bienes nacionales. El mecanismo de control social que impone el mercado al consumidor lo obliga a actuar de manera individual a través del salario y el contrato.
El capitalismo rompe, desquicia la vida gregaria y comunitaria, y retrotrae al ser humano al momento primordial de la soledad frente a un todo hostil que se yergue incomprensible e impenetrable. Por cierto, ¿no forma parte del miedo individual aferrarse a Dios como único Salvador –algo que la Iglesia desde la Inquisición manipula-, y en cambio la vida en comunidad deviene panteísta o, como decían los cronistas de las indígenas, sociedades sin Dios, ni moneda, ni Ley?
El mercado, dice Enzo Del Búfalo «tiende a colapsar la sociedad en el individuo aislado y pasivo, desintegrándola en un universo de mónadas impracticable»[5]. En este escenario de miedo y violencia, la única arma con la que cuenta es el salario (y en el mejor de los casos bonos, premios a la productividad, pagos extras), la posibilidad de consumo –de salvar la vida- personal e individual. El capital convence al trabajador por la vía de los hechos de que la unión y creación de organizaciones lo alejará del salario puesto que éste es un asunto personal y privado, que sólo a él y a su patrón atañen. De ahí la fobia intrínseca a los sindicatos, pero también a cualquier forma colectiva de organización. El Estado –socialista- claro está, favorece las organizaciones, los colectivos, el trabajo mancomunado, porque parte del principio también antiguo, de que la fuerza está en la unidad del grupo. El capitalismo promovió la desagregación, el rompimiento de los lazos comunitarios, la desestructuración de la comunidad y de la vida comunitaria.
En definitiva es la persona y ella sola la que debe velar por su seguridad, de ahí el apego a las armas de uso personal en una sociedad como la norteamericana donde las caseras alcanzan cotas paroxísticas. El miedo a que sea cortado el cordón obviamente genera acciones violentas, dirigidas en especial contra todos los signos (objetos, personas, instituciones) que representan al Estado entendido como enemigo del mercado, y por ende, de los que de él -del Estado- dependen.
El capital se sostiene sobre la ficción de que paga a los trabajadores un salario justo, de modo que el trabajador siente profundamente que su vida pende del salario. Además, está convencido de que su salario es proporcional a su trabajo y, mientras más trabaja, más riqueza produce a la empresa, la cual lo recompensará mejorando el salario, generando un círculo para el trabajador, virtuoso, de dependencia. Mas lo cierto, es que el salario esconde y escamotea la explotación, vale decir la plusvalía. El trabajador es explotado y obligado a vivir en vilo, al filo de un salario que puede fluctuar pero, a la hora de la chiquita, desaparecer, dejando al trabajador en el aire, en la completa desesperación.
En un gobierno como el bolivariano se han creado, sin embargo, una serie de leyes que protegen al trabajador, al trabajo y al salario, pero la guerra contra el Estado hace que muchos trabajadores confíen más en el explotador que en el Estado que lo protege de manera integral. Es por ello que la guerra ha tocado en especial a los pequeños y medianos empresarios, presionados desde arriba por la posibilidad de altos ingresos rápidos y, desde abajo, por las mejoras laborales y salariales de sus empleados.
La guarimba se instaló en el compás mental de este sector de la burguesía parásita o estéril, que maneja nóminas y se cree por tanto liberado de rendir cuentas al dueño del capital, sin entender –políticamente- que forma parte del correaje capitalista. Es este sector el que con más fuerza tilda de «enchufados» a los que dependen de un salario proveniente del Estado como patrono. En el fondo, envidian la seguridad que proporciona el salario estatal, y denigran de la supuesta improductividad de las «empresas del Estado», comparándolas con la «productividad» capitalista… La rabia desatada contra el Estado y todo lo que lo represente, es consecuencia del miedo atávico a la inseguridad frente a la incertidumbre. El asalariado capitalista vive el miedo arcano de nuestros arquetípicos antepasados frente a la noche y las bestias. La seguridad provendría del grupo, de la comunidad, pero esta ha desaparecido –y su restitución hoy entraña todo un proyecto civilizatorio enunciado en el Buen Vivir o pachamamismo, es decir, la insurgencia de las corrientes indígenas que animan el eco-socialismo- y lo único que (le) queda es el salario como puente a la sobrevivencia.  
El guarimbero promedio –sin guarimbas- vive ahora en el espesor cotidiano del pánico, ha sufrido una «aprensión demasiado prolongada (que lo ha conducido a) un estado de desorientación y de inadaptación, una ceguera afectiva, una proliferación peligrosa de lo imaginario (y a) desencadenar un mecanismo involutivo por la instalación de un clima interior de inseguridad» (Delomeau, 2005:33). En efecto, «Las colectividades mal-amadas de la historia son comparables a niños privados de amor materno y en cualquier caso se hallan situadas fuera de las puertas de la sociedad; por eso se convierten en clases peligrosas (…) Este rechazo del amor y de la ‘relación’ no deja de engendrar miedo y odio» (Delameau, 2005:34); porque «Las inhibiciones, carencias de afecto, represiones, fracasos, sufridos por un grupo acumulan en él cargas de rencor susceptibles un día de explotar» (Delameau, 2005:36-37). 

Esto confirma lo que hay detrás de las campañas mediáticas que llevan a personas que prácticamente lo tienen todo y en abundancia, a creer que nada tienen y que lo que tienen, lo perderán… incluso la potestad de los hijos…
El guarimbero promedio mal-amado, niño privado de afecto, saturado de «represiones y fracasos» ha sido llevado hoy por la derecha internacional a «movilizaciones de energía», pánicos, revueltas, y se le ha instalado en un «clima de ansiedad, de neurosis incluso, capaz por sí mismo de resolverse más tarde en explosiones violentas o en persecuciones de chivos expiatorios» (Delameau, 2005:37). Cito para que veamos la operación sicológica que subyace en las guarimbas y en el terror pánico al Otro, a lo Colectivo Indeterminado.
Para alcanzar la paz, la estrategia debe estar fundada en el amor, en la construcción política de los afectos; no puede ser afectación pasajera sino –quién lo iba a creer- política de Estado. Otra vez Chávez, y su crucifijo…
Decía el Che, ya para terminar: «Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor.»[6]



[1] Lo hice en un texto titulado «Chávez hecho millones. Cuerpo y Política», y que puede ser leído en http://josejavierleon.blogspot.com/2014/03/chavez-hecho-millones.html
[5] Enzo Del Búfalo, 1998, Individuo, mercado y utopía, Monte Ávila, Caracas

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