Leyendo a García Márquez


PorYlich Carvajal Centeno

Leyendo a Gabriel García Márquez entendí que “lugares comunes” son los sitios a los que nunca va el buen periodismo. Que preguntar es una letal arma secreta. Letal, arma y secreta porque cuando se blande con destreza de esgrimista puede tener el poder de un sortilegio. Que el lenguaje reclama espacios que no se limitan en centímetros por columna. Que las palabras se asfixian en los estrechos pasillos que las suites publicitarias les dejan en ese hotel de la actualidad que son los periódicos.

Leyendo a Gabriel García Márquez me percaté que la noticia es la misma tipa que ya me había seducido antes pero vestida a la moda. Que la censura es el acicate del invento y la autocensura la excusa de la pereza. Que el único periodismo objetivo posible es el que se hace en primera persona, siempre y cuando el “yo” no se crea “el”.

Leyendo a Gabriel García Márquez aprendí que la realidad real es la tiranía de la ideología dominante y cuando la realidad no puede ser explicada por ésta y se rebela contra ella la llaman mágica. Que la razón no sabe qué hacer ni a dónde ir si la pasión no la lleva de la mano. Que si el pensar es masculino y el sentir femenino estaríamos condenados a la ignorancia más supina, porque la única forma de decir lo que conocemos es la literatura. Las verdades, incluyendo las que llaman científicas, solo se materializan por completo en la misma materia en la que se materializan por completo las metáforas.

Leyendo a Gabriel García Márquez comprendí que las ideas, sobre todo las brillantes, las verdaderamente geniales, son promiscuas por naturaleza. Se dan a quien las busque, se van con el primero que quiera ejecutarlas. Pueden ser tuyas ocasionalmente pero no te pertenecen. No son para casarse como Dios manda. Son como los amores de viaje, nacen de las circunstancias para toda la vida y están condenados a morir cuando éstas desaparezcan.

Leyendo a Gabriel García Márquez supe que lo que miras te mira, que lo que tocas te toca, que lo que pruebas te prueba, que lo que cambias te cambia, aunque vos no te deis cuenta, aunque olvidéis al que fuiste, aunque no comprendáis al que sois y se te vuelve incierto el que seréis. Pero no es responsabilidad del destino siempre bufón y fatal, ni de las múltiples causas y azares que te cercan, sino de tu perseverancia, de tu capacidad para ganarle la partida, para descifrar antes de la tormenta los jeroglíficos en que están escritos los pergaminos de Melquiades de tu vida.

Leyendo a Gabriel García Márquez me convencí que la única guerra por la que es imperioso morir o matar se libra en nuestros sentidos y se hace para emancipar al corazón. Que la única batalla que vale sus fatigas y sus dolores es la que se hace para crear. Que la única provocación en la que siempre hay que caer es en la del amor. Que el único reto al que estamos obligados a responder es el que nos lanza la belleza si pretendemos por lo menos rozarla.

Leyendo a Gabriel García Márquez se fueron con mi adolescencia todas mis hojas de parra con el mismo ventarrón que se llevó a Macondo. Lo cotidiano se hizo aventura. Lo extraordinario rutina. Amolé mis espuelas en su piedra fundadora. Aguce la mirada siguiendo el rastro de sus letras. Percibí la música de su acordeón volcánico, cunaguaro en celo, y me solté a bailar en las playas de su río de tinta azul de Prusia, pretendiendo convencer a Remedios de que hay otras formas de subir al cielo, pretendiendo, cual polizón, subirme de un salto al vapor de las quimeras que por él baja.

Leyendo a Gabriel García Márquez me reconcilié con mi instinto castigado inicuamente con la Cartilla de aprestos para niños de 4 a 5 años. Me alisté en los batallones de esperanza del coronel Aureliano Buendía, aspirando merecer algún día un pescadito de oro. Comprendí que pase lo que pase, en la victoria o en la derrota, nunca es una opción vender el gallo de la aurora, aunque por ello tengamos que comer mierda.

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