O cómo Bolívar
pensó la historia antes de hacerla
Por
Ylich
Carvajal Centeno
Nunca
antes un hombre en extremas dificultades había rechazado tan vehementemente
toda idea mesiánica, cualquier solución mágica o predestinada para los conflictos
de su época, y con el paso del tiempo, sin embargo, sus palabras pudieran ser confundidas
con las de un profeta.
La
carta que Simón Bolívar escribió en Jamaica el 6 de septiembre de 1815 para
contestar una apreciable misiva de Henry Cullen –un comerciante de la isla que
le interrogaba sobre el futuro de la América- tiene esa virtud: recorre la
historia del continente desde la llegada de los invasores españoles, aborda el
presente de entonces, el complejo proceso de guerra de independencia de las colonias
españolas y la caída de la monarquía borbónica ante Napoleón Bonaparte, para
trazar con claridad meridiana lo que su autor pensó sería el futuro de los
americanos y que, en efecto, es hoy nuestra historia.
Que
su prospectiva sobre el continente, creada en momentos de aparente derrota para
la causa de la libertad, se haya convertido en historia, en vida vivida por sus
compatriotas, además de meritorio en el campo de las ideas es una revelación
del carácter de Libertador de don Simón Bolívar, no sólo en el campo de batalla
de las armas sino, precisamente, en el campo de batalla por un pensar propio.
El
Libertador está en Jamaica porque hemos perdido la segunda República. Es 1815 y
la ola de odio y horror que desata el imperio borbónico aferrado a sus antiguas
posesiones lo lleva a buscar refugio en esa isla del Caribe que era colonia
inglesa.
En
su exilio carece hasta de las cosas más esenciales para hacer la vida cotidiana
–él mismo se lamenta en la carta de no disponer de libros y otros documentos en
los que apoyarse para satisfacer la solicitud de su amigo Cullen- pero las
dificultades parecen no afectarle ni en lo más mínimo o, quizás, fueron
precisamente ellas el acicate que hizo galopar al potro de su pensamiento.
Tratemos
nosotros de seguirle el paso con esta lectura rasante, 200 años después de que
el Libertador, con la mirada sobre el Caribe, le dictara a su escribiente lo
que habría de ser nuestro porvenir de libertades.
Educado
en la herencia cultural de sus padres, el Libertador saluda cortésmente a su
amigo, le agradece su solicitud de que lo ilustre sobre el devenir de la
Revolución nuestra-americana que estaba en plena efervescencia e,
inmediatamente, le acota la dificultad de responder a las preguntas que Cullen
le ha hecho llegar a través de una carta.
Para
ilustrar lo difícil del requerimiento, el Libertador dice que el barón Alexander
Humboldt “con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo
haría con exactitud” y con una modestia que uno ni sospecha en el Bolívar que
nos han enseñado a venerar, se excusa por “los limitados conocimientos que
poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo”.
Aun
así y sólo para corresponder a la confianza con la que Cullen le ha honrado y
prestar la atención debida a sus “filantrópicas miras” –el comerciante se
convirtió en el benefactor del Libertador en la isla- dicta aquellas líneas “en
las cuales ciertamente no hallará usted las ideas luminosas que desea, más sí
las ingenuas expresiones de mis pensamientos”.
¡Vaya
que ingenuidad de pensamientos! Seguramente ya usted notó que el Libertador
utiliza la palabra “país” de manera distinta a como lo hacemos nosotros ahora,
que consideramos países a las porciones en las que se ha dividido el continente
que era realmente el país sobre el que Bolívar reflexionaba.
Quizás
también le cueste entender o considere mera retórica epistolar la modestia con
la que se expresa quien es el más grande hombre de nuestra historia, pero
considere la posibilidad de que es el más grande hombre de nuestra historia,
precisamente, porque reconocía sus propias limitaciones, exigía mucho de sí
mismo y esa modestia, a la que recurrirá a lo largo de la carta, es la humildad
propia de la gente sabia.
Meticuloso,
el Libertador se dispone entonces a responder a cada uno de los planteamientos
que le ha formulado Cullen y como éste en su carta ha escrito sobre las
“barbaridades” que desde hacía tres siglos los españoles venían cometiendo en
el “gran hemisferio de Colón”, el Libertador le subraya que esas “barbaridades
la presente edad las ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a
la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si
constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades”.
La
Carta de Jamaica tiene ya 200 años, ¿pero no ocurre aun lo que el Libertador
cuestionaba entonces? En muchos países de nuestra América se sigue celebrando
el 12 de octubre como el Día de la Raza con gran despliegue de flores en las
estatuas de los conquistadores que suelen ser representados por cierto arte escultórico
y pictórico como “salvadores”, ante los que mansos indios semidesnudos se
postran sumisos y agradecidos con abundancia de frutos y guacamayas en sus
manos.
Es
por demás curioso que se conozcan pocos libros como las Venas abiertas de
América Latina, que dan cuenta en parte de los crímenes cometidos por los
conquistadores europeos, pero abundan las novelas y películas donde esos
crímenes son presentados, en ocasiones, en un clima fantástico, como un relato
de aventuras legendarias, que en vez de revelar lo horrendo, lo difuminan en la
metáfora.
Entiendo
que es de por sí un hecho extraordinario el llamado “descubrimiento” para el
pensamiento eurocéntrico. Hay quienes lo consideran el primer acto de modernidad
aunque ese no fue su propósito –el mismo Cristóbal Colón murió sin haber
comprendido lo que realmente había hecho-; no tenemos, por ahora, forma de
saber si lo fue también para el pensamiento de los pueblos que habitaban en este
lado del planeta.
Entiendo,
también, que la literatura es quizás la forma natural en la que nos expresamos
los latinoamericanos, pero la observación del Libertador es aun válida,
seguimos viendo aquella guerra de exterminio que nos dio origen como un hecho
fantástico. Nos hemos inventado un génesis dónde la maldad de la serpiente, la
tentación de poner el árbol del conocimiento del bien y del mal en el centro
mismo del jardín del Edén, la desobediencia y el consecuente castigo, son una
parábola que enmascara el carácter tremendamente represivo del relato que da
origen a la civilización judeo-cristiana.
Más
aún, en ocasiones el origen de Nuestra América, la llegada de los
conquistadores europeos a un continente que desconocían, se asume con la misma
fatalidad del génesis bíblico, como el relato de Caín y Abel, como un destino,
cruel, horrendo, pero al que no se le cuestiona de raíz.
Cuando
el presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez, siguiendo
el ejemplo del libertador Simón Bolívar, decretó el 12 de octubre como Día de
la Resistencia Indígena para develar el verdadero holocausto que se oculta tras
el fulano “Día de la Raza”, desató una “revuelta conservadora” entre la clase
política de intelectualidad manumisa que habla con nostalgia de
“descubrimiento”, cuando mucho, de “encuentro de dos mundos”.
El
Libertador, en su momento, alertó y develó esta máscara ideológica del Imperio
y para ello cita a quien llama el “apóstol de América”, “amigo de la
humanidad”, Bartolomé de Las Casas, quien denunció “los actos más horrorosos de
un frenesí sanguinario” y para ello se apoyó en los procesos sumarios que en
Sevilla les siguieron a los criminales que cierta historia se empeña en
considerar “salvadores” o “heraldos de la cristiandad”.
Es
Bolívar quien habla, goza ya de una autoridad para opinar sobre América bien
ganada. Era, además, una simple carta a un amigo que ideo la forma de
auxiliarlo en sus dificultades económicas guardando las formalidades entre los
caballeros de entonces; pero aun así, Bolívar no prescinde de las fuentes documentales.
En tiempos en que los reyes aún eran enviados de Dios, su pensamiento se
soporta umbilicalmente sobre la razón, una razón histórica por demás.
Pasa
entonces a explicar el Libertador en su carta como la sumisión de los
americanos a la voluntad tiránica de la monarquía estaba apuntalada en los
lazos culturales que de manera inevitable se crearon entre la metrópolis y las
colonias: “el hábito a la obediencia, un comercio de intereses, de luces, de
religión, una recíproca benevolencia, una tierna solicitud por la cuna y gloria
de nuestros padres, en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de
España”.
Pero
en la medida en que los americanos desarrollaron una identidad propia, que,
como lo expresa el mismo Libertador, se asumen ciudadanos de un nuevo país que no
es otro que América. En la medida en que se atreven a cuestionar la supuesta
voluntad divina tras la monarquía –lo que implica un cambio realmente profundo
en la manera de pensar de nuestros compatriotas de entonces- los lazos que los
unían a España se rompen y se rompen primero en la opinión pública, en sus
afectos y en sus pensamientos, antes de romperse a través de la Guerra de
Independencia.
“El
velo se ha rasgado” –dice el Libertador- “hemos visto la luz y se nos quiere
volver a las tinieblas: se han roto las cadenas, ya hemos sido libres y nuestros
enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, América combate con
despecho”.
Es
por esto que en la Carta de Jamaica no encontrará usted a un Bolívar derrotado,
como en efecto lo estaba desde el punto de vista militar. El Libertador conoce
a su pueblo, a su país, y sabe que la libertad llegará más temprano que tarde porque
ya tienen lo fundamental: los americanos han aprendido a pensar con cabeza
propia y no hay esclavitud que puedan soportar.
Pasa
entonces a detallar la situación de la Guerra de Independencia en todo el
continente, desde las provincias del Río de la Plata hasta México. Asombra lo
bien informado que estaba el Libertador sobre lo que ocurre en el hemisferio sobre
todo en tiempos en que la más veloz comunicación llegaba a caballo o en barcos
de vela.
Pero
asombra más aún su visión continental, de cómo la guerra por la emancipación
tenía que ser una lucha simultánea en cada una de las colonias creadas por el
Rey para un mejor control y una mayor expoliación de las riquezas. El
Libertador expone la situación en las provincias del Río de la Plata, Alto
Perú, Chile, Perú, La Nueva Granada, Quito, Panamá, Santa Marta, Cartagena,
Venezuela, Nueva España, México, Puerto Rico y Cuba. Salvo Brasil y los Estados
Unidos, no hay un palmo de América que escape a su análisis que, si bien repasa
los sucesos en cada una de las ex colonias, no está fragmentado en las
particularidades de cada una de ellas. El Libertador no sigue la lógica de dominación
del Rey, él ve un solo pueblo, un solo país, un solo combate.
Aún
más, cree que el éxito está en esa simultaneidad en la lucha, de que se trata
de una Revolución americana. Fíjese que cuando habla de Cuba y Puerto Rico y
reconoce que son las dos posesiones que los españoles aún conservan en calma,
lo explica por su condición geográfica –“porque están fuera del contacto de los
independientes”- pero declara inevitable su emancipación sobre el argumento de
“¿No son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su
bienestar?
Para
el Libertador no es un mero asunto geográfico, de territorios que liberar, es
umbilicalmente una cuestión de identidad –“¿No son americanos estos
insulares?”-; de condiciones e intereses compartidos –“¿No son vejados? ¿No
desearán su bienestar?”-.
Y
fiel a su forma de razonar, siguiendo además un cierto orden ascendente de sur
a norte –del Río de la Plata a México- el Libertador cita los datos de
población disponibles para entonces, los levantados por el barón Alexander
Humboldt en su paso por el Nuevo Mundo. Y como estadista y militar, cierra esa
parte de la carta haciendo énfasis en la latitud y longitud del territorio
sobre el que aquella población, 16 millones de americanos, luchan por sus
derechos.
Esta
simultaneidad en la lucha, esta especie de coro polifónico con el que América
se suele expresar y que el Libertador va armonizando en su análisis, parece ser
una condición recurrente en el desarrollo histórico de Nuestra América: no sólo
la Guerra de Independencia tuvo este carácter, cuando padecimos dictaduras lo
hicimos al mismo tiempo, cuando llegó la democracia esta se paseó por todo el
continente, cuando tocó la lucha armada y tiempo de guerrillas nos tocó a casi
todos a la vez y ahora que hay un giro a la izquierda o a la búsqueda de nuevas
alternativas de gobierno y un retomar del proyecto de integración suramericano
y latinoamericano, sin tutela alguna de potencias o imperios, se hace posible
porque es verdaderamente hemisférico.
A
pesar de los esfuerzos por fragmentar la Patria Grande, esfuerzos que iniciaron
desde los tiempos mismos de la colonia, ella siempre ha pensado y sentido
colectivamente, aunque su accionar no haya ido siempre, desafortunadamente, en
el mismo sentido.
Tras
estas consideraciones, entra entonces el Libertador en una reflexión por demás
curiosa sobre la obstinación de España en reconquistar América y la displicente
indiferencia con la que Europa y “nuestros hermanos del norte”, en clara
alusión a los Estados Unidos, contemplan los esfuerzos de los americanos por
alcanzar la libertad.
“¿Está
Europa sorda al clamor de su propio interés?, ¿no tiene ya ojos para ver la
justicia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible? Estas
cuestiones mientras más las medito más me confunden”, dice el Libertador y uno
no logra precisar si es mera retórica epistolar, una elegante forma de
presentar quejas a quien se aprecia o respeta, o si es la frustración misma la
que dicta esas líneas como literalmente lo dice más adelante: “¡cuán frustradas
esperanzas! No sólo los europeos, pero hasta nuestros hermanos del Norte se han
mantenido inmóviles espectadores de esta contienda”.
Es
evidente que el Libertador cifraba sus esperanzas en que los valores de
libertad, igualdad y fraternidad que eran ya públicos y notorios en Europa no
tuvieran ningún problema en cruzar el Atlántico para auxiliar la causa de la
emancipación americana. De hecho dice textualmente en la carta que la misma
Europa, con base en esos valores dados por universales y buscando su interés a
través de una sana política, debió preparar y ejecutar ella misma el proyecto
de la independencia americana.
¿Era
tan noble nuestro Libertador, estaba tan convencido de la universalidad de los
valores de la libertad y la igualdad y, sobre todo, de la ética que los originó,
que aún para 1815 no podía imaginar que Europa y “nuestros hermanos del Norte”
estaban dispuestos a sustituir a España en su rol de Imperio a la menor
oportunidad?
Me
inclino por pensar que en verdad Bolívar, que se formó en Europa y allá juró
liberar a América, esperaba otra actitud de los gobiernos del Viejo Continente
y de los mismos Estados Unidos, al fin y al cabo, esas ideas de libertad,
igualdad y fraternidad aún estaban frescas y fragantes en un mundo que estaba
siendo estremecido desde sus cimientos por sus propias revoluciones.
¿Quién
en ese momento podía pensar que la Europa que pregonaba a favor del imperio de
la razón y se rebelaba contra toda forma de esclavitud podía al mismo tiempo
conservar sus ambiciones de mantener en el vasallaje al continente que después
de 300 años de transferencia cultural era lo más parecido a su álter ego?
Lo
que si resulta incomprensible desde la lógica de la soberanía nuestra-americana
es que 200 años después de la frustración de nuestro Libertador aún haya una
clase política y económica en América que crea que de Europa o de los Estados
Unidos vendrán las fórmulas y el auxilio para superar las dificultades del
presente.
Pone
de manifiesto además el Libertador sus conocimientos sobre Europa y la
importancia del comercio y la manufactura de mercaderías en el éxito y fracaso
de la causa de la emancipación. Su expectativa no sólo estaba basada en los
valores políticos y humanos que Europa decía abrazar, sino en el hecho
innegable de que la independencia de América de la Casa de los Borbones traería
consigo un replanteo del comercio a ambos lados del Atlántico.
Sino
era por los valores supremos de la igualdad y la libertad, sería por asuntos
meramente crematísticos, pero Bolívar esperaba que “Europa que no se halla
agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como
España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a
ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses”.
Lamentablemente
no se conoce el texto completo de la carta de Cullen a la que el Libertador
respondía y en consecuencia no es posible comprender en su totalidad cuales
eran realmente sus ideas y el propósito de sus preguntas, pero por los
fragmentos citados por Bolívar en su contestación tenemos la impresión de que
le daba particular importancia a la voluntad divina en el desarrollo y
posterior desenlace de la lucha de independencia.
Cullen
cree que la abdicación de Carlos IV y Fernando VII ante Napoleón Bonaparte es
un castigo de Dios y una “retribución
divina” por lo que él califica como la traición del reino de España a
“dos monarcas de la América meridional”.
El
Libertador interpreta que su interlocutor se refiera a Moctezuma, el gobernante
del imperio Azteca, y a Atahualpa, quien gobernaba el imperio de los incas,
pero le hace notar a Cullen el fatal destino que ambos tuvieron a manos de los
conquistadores españoles y que su situación no se parece ni remotamente a lo
que sucede con los reyes en Europa.
Las
casi totalidad de las autoridades que gobernaban los pueblos precolombinos
fueron asesinados y de manera brutal por los conquistadores. El Libertador
relata el caso del ulmén de Copiapó quien fue lanzado vivo a una hoguera por
Diego de Almagro argumentando que había usurpado el cargo y que si bien este
caso se asemeja al de Fernando VII, obligado a abdicar por Napoleón con la
excusa de que había usurpado el trono, el borbón no perdió ni un solo pelo de
su peluca en el suceso.
No,
no hay una voluntad divina en la abdicación de los bombones, no es un castigo
por haber traicionado a Moctezuma y a Atahualpa. No es la causa de la
independencia un asunto de Dios y sus monarquías, fueran estas europeas o
indianas. Para el Libertador está suficientemente claro que se trata de la
resolución del pueblo americano a ser libre y para lo que pide la protección de
Dios. En ese orden.
El
Libertador explica seguidamente lo complicado de estimar la población de
América para ese momento, pues aparte de las dificultades propias de tener un
censo sobre un país tan inmenso y con características geográficas tan diversas,
sin prácticamente vías de comunicación, está el hecho de la guerra, que Bolívar
califica de “guerra de extermino” y que para entonces había segado la vida de
un octavo de la población.
Cuando
el Libertador piensa en un censo y plantea las dificultades del mismo no está
pensando sólo en la casta a la que él pertenecía, a la que en Venezuela se le
llamaba blancos criollos o mantuanos, no está incluyendo sólo a los habitantes
libres de las poblaciones fundadas por los españoles, Bolívar está pensando,
además, en los esclavos –la mayoría de ellos negros o mestizos-, en los
indígenas –que son varias naciones bien diferenciadas-, a quienes las penalidades
de la guerra ha dispersado por todo el territorio.
No
está pensando sólo, además, en el territorio de la entonces Capitanía General
de Venezuela, sino en América toda.
No
obstante, cuando más adelante afirma que “nosotros somos un pequeño género humano”
el Libertador se está refiriendo ahora sí a un grupo particular de personas. Como
acota en párrafos siguientes, “no somos indios, ni europeos, sino una especie
de mezcla entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores
españoles; en suma, siendo nosotros americanos de nacimiento, y nuestros
derechos los de Europa, tenemos que disputar a estos a los del país”.
La
acotación viene al caso porque el Libertador compara la situación de entonces
de América con la que vivió Europa tras la caída del imperio romano. Sin
embargo, subraya al mismo tiempo que aquellas naciones que fueron subyugadas
por Roma tendieron a recuperar sus antiguas formas de gobierno, a restablecer
el mando de antiguos jefes o familias, cuando se libraron de las legiones del César;
pero en América era prácticamente imposible restablecer los antiguos imperios
como el de los mayas, los incas o los aztecas.
Después
de 323 años que se habían cumplido para entonces de la conquista, la
colonización y la guerra de extermino que ambos procesos incluyeron; –extermino
no sólo de las personas, en ocasiones de naciones enteras, sino también de sus
culturas-, era poco probable que ocurriera un renacimiento de las formas de
gobierno prehispánicas.
La
invasión europea significó, en lo político, una demolición de las formas de
gobierno que imperaban en el continente antes del primer viaje de Cristóbal
Colón, y en lo cultural, la implantación de un injerto, la evangelización, que
lo cambiaría todo para siempre.
Asesinados
Atahualpa y su hermano Huáscar, exterminada la familia real, las élites
sacerdotales, las jerarquías guerreras, ¿cómo restablecer el Tahuantinsuyo?
Pero, además, ¿cómo restituir la majestad del Inca si el sol ya no era la
divinidad dorada que solía ser, sino un astro más en el firmamento, y sobre sus
viejos centros de adoración se levantaban ahora las catedrales del Dios de los
cristianos, creador de los cielos y la tierra?
¿Cómo
recuperar política y culturalmente la autoridad que le fue arrebata a Moctezuma
si el mismo monarca confundió a su asesino, Hernán Cortez, con un enviado del
dios Quetzalcóatl y a los invasores en general como la materialización de una
vieja profecía azteca?
La
invasión europea debió suponer para todas las naciones prehispánicas una
reelaboración sustancial de sus relatos culturales fundamentales y de sus modos
de vida, no sólo porque muchos fueron exterminados o diezmados, porque les fue
arrebatada su tierra, los ríos, las montañas, las selvas o los lagos dónde pescaban,
casaban, recolectaban o sembraban, por lo general, con una relación también
mítica con esa naturaleza, sino porque, además, de un choque cultural de esas
magnitudes ninguna nación puede salir intacta.
Durante
la Guerra de Independencia en el Perú y en lo que hoy es Bolivia y Ecuador,
algunos grupos indígenas lucharon del lado del rey español cuyos antepasados,
unos siglos antes, habían diezmado y esclavizado a sus pueblos.
Las
naciones aborígenes que más conservaron sus modos de vida precolombinos lo
hicieron porque lograron prácticamente aislarse en las más intrincadas selvas,
serranías y hasta desiertos a dónde la avaricia terrófaga de los conquistadores
y los colonizadores tardó en llegar.
No
era entonces la de América una situación exactamente igual a la de las naciones
y el territorio dominado por la Roma imperial, para quienes la desaparición de
la metrópolis supuso una oportunidad para desarrollarse independientemente, con
sus propios modos, aunque todas llevaban consigo ya la impronta cultural del
César.
Como
lo expresa el Libertador, “no somos indios ni europeos, sino una especie de
mezcla entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”,
y agrega, “siendo nosotros americanos por nacimiento”.
Ha
surgido una nueva nación: la de los nacidos en América, que es una “mezcla”. Es
por lo menos curioso que nuestro Libertador, cuyos historiadores han
establecido perfectamente el origen europeo de sus padres y que, ahora que lo
conocemos más, gracias al proceso de exhumación de sus restos en 2010, que
permitió identificarlo plenamente y su reconstrucción facial con base en sus
propios huesos, por lo que sabemos tenía los rasgos físicos de un europeo, se
sentía, sin embargo, un americano, una “mezcla”.
Pero
¿qué se había mezclado en aquel aristócrata, perfecto hidalgo de la madre
España, a quien por su origen privilegiado algunos historiadores llaman
metafóricamente “un patricio”?: sus afectos, su pensamiento, la historia
personal y la común que lo llevó a sentir y a pensar como un americano aunque
tuviera la piel blanca, la nariz aguileña, la frente augusta y los labios
vizcaínos.
Aún
en nuestros días, muchos de nosotros necesitamos la mezcla de piel y rasgos
físicos, esa combinación de narices africanas entre pómulos indios sobre labios
andaluces y mentones canarios para sentir e identificarnos. Para alguna gente
sigue siendo imprescindible que unos ojos gachos vayan con una nariz del
mediterráneo y unos labios congoleños, todo enmarcado en un rostro ovalado,
para contemplar la belleza americana.
En
los últimos años, ha habido además la tendencia a reivindicar una supuesta
afrovenezolanidad, capaz de identificarse a sí misma y en consecuencia
diferenciarse plenamente de otras venezolanidades, pero que en cuanto suenan
los tambores, se le suma el cuatro y truenan las maracas, los carrizos y las
charrascas, para venerar además a un santo cristiano tras el que se agazapa una
divinidad de la África más antigua y casi olvidada, es bastante difícil saber
que cadera se mueve con cadencia netamente africana o cual lo hace con cierta
memoria andaluza o un recuerdo guajiro o Yukpa.
Seguimos
rindiendo tributo al color de la piel, esa herencia maldita de los
conquistadores y colonizadores españoles con base a la cual exterminaron a
pueblos enteros. Ignoro si el Libertador se veía en los espejos, pero si lo
hacía, a pesar de la cara de godo que tenía, el veía a un perfecto americano.
Bolívar
no es sólo el libertador de Carabobo y Junín, no es únicamente la espada
invicta que nos liberó de los opresores españoles, es, fundamentalmente, quien
nos libera de los prejuicios de castas, el racismo y las profesiones de fe con
las que nos dominaban más allá de las cadenas y los grilletes con los que eran
castigados los primeros patriotas.
En
ese sentido, aún Bolívar tiene una batalla que librar entre nosotros, esa que
se desarrolla cada día en nuestro pensamiento, en nuestros afectos, porque es
allí, precisamente, en el pensar y en el sentir donde se crea lo americano, lo
bolivariano, aunque ese pensamiento se exprese con palabras de origen latino,
bantú o arahuaco y se sienta con una piel blanca, morena o negra.
En
un documental sobre el llamado arte popular venezolano un crítico le pregunta a
un tallador porque aquel Bolívar de palo tenía una enorme cabeza sobre un cuerpo
diminuto y transgredía toda teoría estética sobre composición, proporciones y
perspectivas. El artista respondió que el Libertador tenía esa cabezota porque
él era “todo pensamiento” o habría que decir, el pensamiento.
¿Pero
cómo se creó esta nueva nación, la americana, nacida en tierra de indios y bajo
el control político y cultural de Europa, y llegó a diferenciarse
sustancialmente de ambas?
Para
el Libertador la creación de América está en las circunstancias mismas en las
que se dio la invasión española. Explica que si bien lo reyes de España
aprobaron los viajes de Cristóbal Colón y todos los que le siguieron, dejaron
claro que se hacían bajo cuenta y riesgo de los llamados “descubridores” o
“conquistadores”.
La
Corona no aportaría ni un solo maravedí, ni un gramo de oro de sus arcas, para
financiar las que sin duda eran entonces costosas empresas con un muy pocas
probabilidades de éxito en sus propósitos manifiestos –conseguir una nueva ruta
comercial a las Indias- ni en los no tan manifiestos, como el comercio de
esclavos, oro y piedras preciosas.
Así
el gran navegante Cristóbal Colón, a quien le erigen monumentos solemnes en
todo el continente, consiguió parte del financiamiento para su primer y segundo
viaje a América de Gianotto o Juanoto Berardi, un comerciante florentino,
representante de la familia Medici en Sevilla, que se dedicaba al lucrativo
comercio de personas –esclavizaban hombres y mujeres de la costa occidental de
África- y quien tenía como mano derecha en tan infame negocio a Américo o
Amérigo Vespucci.
Es
por ello que Vespucci, en calidad de representante de uno de los principales
financista de la empresa, acompaña a Colón en su segundo viaje, cuando recorre
por cierto lo que es hoy Venezuela, y juntos preparan un primer cargamento de
500 indígenas esclavizados, como retorno de lo invertido por Berardi.
La
mayoría de aquella “mercancía” no sobrevivió al viaje a Europa y el tratante de
esclavos florentino cae en bancarrota. Aun así, Vespucci se encargará de buscar
financiamiento para el tercer viaje de Colón, cuya tripulación recluta en las
cárceles de Castilla. Se admitía a toda clase de reos, salvo los que pagaban
cárcel por estafa o herejía.
De
eso se trató el “gran descubrimiento”, de conseguir oro para el rey y esclavos
para el sistema mercantil de Europa. Su “majestad serenísima” les dejaba hacer
y deshacer en el Nuevo Mundo a los ahora llamados “descubridores” y éstos se
comprometían a mantener repletas sus arcas con el preciado mineral dorado,
plata, perlas y otras piedras preciosas.
Uno
no puede menos que horrorizarse cuando se entera, por ejemplo, que Alonso de
Ojeda, a quien se dedican ciudades, escuelas, calles y plazas públicas en
Venezuela, fue primero pirata que “descubridor”. De hecho el barco en el que
viajó a América lo conquistó “al abordaje” y se ganó la simpatía de la reina
Isabel La Católica después de deslumbrarla con un baile acrobático en lo alto
de la Giralda, el campanario de la catedral de Sevilla.
Esa
era la calidad de gente que los reyes católicos enviaban a “descubrir” y
“evangelizar” al Nuevo Mundo. El desprecio con el que Fernando e Isabel
trataron siempre a los pobladores de este lado del planeta, la estrecha visión
que siempre tuvieron sobre el hecho de haberse topado con lo que para ellos era
un nuevo continente, un Nuevo Mundo, marcó para siempre las relaciones entre
España y América.
Bartolomé
de las Casas, quien tuvo acceso y copió del original el cuaderno de bitácora
que Colón escribió en su primer viaje, agregó al final de mismo lo siguiente:
“Pero los hombres ignorantes no supieron valorar los bienes con que Dios
Todopoderoso bendecía a España. España, y a excepción de algunos verdaderos
siervos del señor, se mostró indigna de esos bienes por su ambición y
avaricia”.
El
Libertador, que cita en varias ocasiones a Las Casas en su carta y que incluso
pensó bautizar con su nombre a la ciudad que debía ser la capital de aquel su
país, explica que ese desprecio de la monarquía española por lo americano se
extendió por los 323 años de coloniaje que para el momento de dictar la carta
se habían cumplido.
Bajo
esa miopía real, como señala el Libertador, los reyes crearon una especie de
feudalismo para los llamados “descubridores” o “conquistadores” y sus
descendientes y en la medida en que se avanzó en la colonización, se crearon
leyes por las que sólo los nacidos en España podían ejercer cargos civiles,
eclesiásticos y de rentas.
Nacer
en América, aun siendo de padres españoles, implicaba una condena de por vida a
una servidumbre que, como explica
Bolívar, estaba más abajo aún que la categoría de súbdito, incluso, de esclavo.
Poco
importaba si sus apellidos tuvieran raíces profundas en España y gozaran de su
propio escudo de armas o blasón familiar, si eras blanco o catire como un
canario. Ni siquiera importaba si habías heredado enormes fortunas, algunas,
incluso, superiores a la de algunos nobles de la península o si tenías una
educación y una inteligencia privilegiada como la de don Andrés Bello o don
Simón Rodríguez. Si eras americano de nacimiento no eras considerado
completamente un súbdito de su católica majestad.
Es
por ello que Bolívar explica que estaban, incluso, privados de la “tiranía
activa”: Si eras americano no eras digno de ser virrey, ni gobernador, ni
obispo, ni militar de alta jerarquía, ni administrar las rentas, en fin, no
tenías los derechos que el rey le reconocía a sus súbditos nacidos en España.
Era
una forma de control social. La sociedad colonial estaba dividida en castas,
basadas en el color de la piel, con nulas probabilidades de movilidad social, pero
todas las castas se igualaban ante la discriminación particular de ser
americanos, que no se basaba en el racismo, ni en la propiedad.
En
la Venezuela colonial, un hombre pardo (mulato, mestizo) que hubiera alcanzado
bienes de fortuna, estaba por su color de piel privado de los derechos de los
blancos criollos (mantuanos), pero sí hubiera podido alcanzar los derechos de
éstos, aún sería discriminado por su condición de americano.
En
la medida en que los americanos blancos, pardos (mulatos), zambos, negros,
indios, mezclados todos, comenzaron a entender que la condición primera y real para
su discriminación era su naturaleza americana y que el sistema de castas era
sólo una forma de esclavizarlos, fue posible la causa de su regeneración y
emancipación.
Pero
esa situación de “infancia prolongada”, como la llama el Libertador, en la que
por más de 300 años se mantuvo a los americanos, se convirtió en el primer
obstáculo en superar para organizar un nuevo y soberano gobierno.
No
sólo porque nunca antes los nacidos en el hemisferio habían ocupado las dignidades
de presidentes, magistrados o legisladores, nunca antes habían sido obispos,
mucho menos generales, sino porque la ausencia fáctica de la tiranía abrió las
puertas a lo que el Libertador llama “el espíritu de partido” que, de acuerdo
con Bolívar, en el caso de Venezuela, “tomó su origen en las sociedades,
asambleas y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la
esclavitud”.
La
democracia y el federalismo, o más bien, un exceso de ambos, cuando incluso la
amenaza monárquica no había sido del todo derrotada, fue una nueva niñez
republicana que nuestros abuelos libertadores tuvieron que pagar y a muy alto
precio.
Sin
embargo, ¡que osadía la de los primeros patriotas! Optar resueltamente por
crear una República en América cuando aún las monarquías reinaban en Europa.
Además, en 1809, en 1810, en 1811 ¿Quiénes sabían realmente cómo hacer una
República? Y aun así, habiendo vivido por más de 300 años en la indigna
condición de súbditos, cuando no de esclavos, los americanos buscaron la
dignidad de ser ciudadanos.
En
la carta, el Libertador descarta la posibilidad de que en América se forme una
monarquía, no sólo por lo poco efectivo que sería el gobierno de un rey –“Para
que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la
prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo sería
necesario que tuviese las facultades de un Dios y, cuando menos, las luces y
las virtudes de todos los hombres”- sino porque el “espíritu de partido” se encendería
con mayor encono sin una fuerza real que pudiera contenerlo.
Aunque
no sabían bien cómo serlo, aunque por el momento se carecía de las virtudes y
las luces necesarias para ello, los americanos eran ya obstinadamente
republicanos.
Y
habría que preguntarse si ese “espíritu de partido” que en 1815 el Libertador
estima inconveniente para la causa republicana, sobretodo porque las fuerzas
del rey estaban lejos de ser derrotadas, no está aún en la base misma de esa
visión nuestra de la democracia que sólo creemos posible en la asamblea, en lo
multitudinario, que sólo es posible ejercer a través de elecciones y que, en
ocasiones, por su misma naturaleza colectiva y difusa, no nos permite enfocarnos
en un modo, en un camino, para alcanzar las aspiraciones comunes.
El
deseo del Libertador queda claramente expresado cuando dice: “Yo deseo más que
otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su
extensión y riquezas que por su libertad y gloria” y por si no quedaba claro,
más adelante agrega: “es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo
nuevo una sola nación con un solo vinculo que ligue sus partes entre sí y con
el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión
debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los
diferentes Estados que hayan de formarse”.
Pero
inmediatamente acota que eso “no es posible porque climas remotos, situaciones
diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a América. ¡Qué
bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que es el de Corinto
para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un
augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a
tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las
naciones de las otras tres partes del mundo”.
Unos
párrafos antes, sin embargo, el Libertador le ha dictado a su escribiente la
siguiente frase: “voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones sobre la
suerte de América; no la mejor, sino la que sea más asequible”.
Y
lo que sigue prácticamente es una descripción bastante clara de lo que hoy es la
historia del continente y particularmente de Suramérica, con la creación de
varias repúblicas, con sus dificultades y características particulares, los
intentos por formar monarquías que serán todos desafortunados y la posibilidad
de que Venezuela y la Nueva Granada se unan en una sólo República, cuyo mayor
obstáculo sería que la segunda, que es en palabras del Libertador tremendamente
adicta a la federación, se niegue a aceptar un gobierno central, cuya capital,
estimaba, podría estar entre Maracaibo y Bahía Honda, en la península de la
Guajira.
Cualquiera
que lo lea y conozca medianamente la historia de nuestra Patria Grande puede
pensar que en efecto el Libertador era una especie de profeta o contaba con un
oráculo infalible, pero lo que resulta evidente es que tenía un plan o si lo
prefieren, un sueño; para 1815 ya había pensado en el Congreso Anfictiónico de
Panamá que no se realizaría sino 11 años más tarde, aunque no precisamente como
él lo ideo y sin los resultados esperados.
Bolívar
es un ejemplo de perseverancia, de firmeza y si se quiere de implacable
obstinación cuando del porvenir de la República se trata.
La
carta de Jamaica, que quizás la dictó en un día, y en la que habla con absoluta
autoridad sobre los imperios precolombinos como de la invasión española al
llamado Nuevo Mundo; en la que muestra tanto sus conocimientos sobre la antigua
Grecia y Roma como de las formas de gobierno en Turquía, China e Ispahan. En la
que cita con igualdad de certezas al barón Alexander Humboldt como al obispo
Bartolomé de Las Casas, a Montesquieu
como William Walton, al abate Dominique
de Pradt como al abate de Saint-Pierre, en la que habla de Quetzalcóatl
y su supuesta relación con Santo Tomas con la misma propiedad con la que se
refiere a los fieros araucanos del extremo sur del continente, es una muestra
de la inteligencia privilegiada de nuestro Libertador y el buen trabajo que en
su momento hicieron don Andrés Bello y don Simón Rodríguez.
Bolívar
conoce amplia y profundamente a América, tanto su historia como su geografía,
desde el pasado más remoto hasta las circunstancias del presente en el que
dictó su carta. Su forma de pensar está regida además por la razón y los
principios de la modernidad. Reiteradamente utiliza la pregunta para responder
a las inquisiciones de su interlocutor, es decir, dominaba la mayéutica y la
dialéctica ¿Qué le podía impedir crear una prospectiva con tal nivel de acierto
que asombraría a los historiadores del presente?
Como
escribimos al principio, Bolívar es un libertador en la difícil batalla por un
pensar propio, un pensar por demás sensible.
La
metáfora es su mejor estocada. La Carta de Jamaica como la mayoría de las
cartas y documentos del Libertador están llenos de giros literarios, frases de
una densidad poética que no era común en lo líderes de su tiempo ni en los del
presente.
Ya
lo hizo notar Rufino Blanco Fombona cuando en la introducción a Las cartas de
Bolívar que publicó en París en mayo de 1913 La Revista de América, escribió:
“Mucha parte de su correspondencia, de sus documentos más importantes, fueron
escritos a la diabla, en el campamento o en cuartos sucios de poblachos adonde
arribaba, o en condiciones peores… Fuerte, brillante, personalísimo escritor,
se abandona con muy buen acuerdo a su inspiración y no obedece ni sigue sino su
propio temperamento… La vieja prosa castellana de la época, de terminología
laboriosa, de incisos encabalgados, rancia, pesada, estéril, polvorienta, cede
el paso por primera vez, a una prosa andarina, resuelta, fragante, armoniosa,
joven. Bolívar fue también en literatura castellana el Libertador”.
Y
la Carta de Jamaica termina precisamente con una demostración del dominio que
el Libertador tenía de nuestra historia, la más remota, la que se remonta a antes
de la llegada de los invasores, y del lenguaje que estos invasores nos dejaron.
Cullen
le dice que “mutaciones importantes y felices pueden ser frecuentemente
producidas por efectos individuales” y trae a colación la ahora leyenda de Quetzalcóatl, la divinidad azteca que, como
Cristo, prometió a su pueblo regresar y restaurar su reino.
La
respuesta del Libertador es fulminante, no sólo por su conocimiento de la
historia de Quetzalcóatl, el dominio de
la espiritualidad del pueblo azteca, sino porque además da cuenta de cuanto
había avanzado la evangelización en el hemisferio, al punto de que los
patriotas mejicanos, incapaces ya de reconocer a la Serpiente Emplumada aunque
se les apareciera en persona, alzaron más bien a la virgen de Guadalupe en los
estandartes con los que luchaban por la libertad.
Pero, además, aunque destaca la importancia de ese
empalme entre la religión y la política que marcará en buena parte el devenir
americano, su opción para lograr la unidad que reclama la causa de la libertad
es absolutamente laica.
“Es la unidad, ciertamente; más esta unión no nos
vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien
dirigidos”, concluye el Libertador.
¿Y no es eso precisamente lo que ha hecho posible
que el proceso de integración suramericano, expresado en la Unión de Naciones
del Sur (Unasur), y Latinoamericano, expresado en la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (Celac), haya alcanzado un desarrollo no estimado
20 años antes cuando la propuesta del gobierno de los Estados Unidos de un Área
de Libre Comercio para las Américas (Alca) parecía doblegar las voluntades del
hemisferio en lograr un unión propia, nuestramericana?
Sin duda que la solidaridad entre los países, esos
“efectos sensibles”, y “esfuerzos bien dirigidos” para poner los intereses de
la unión por encima de los factores propios y foráneos que nos separan, es lo
que ha hecho posible la Unasur y la Celac.
En la medida en que los países se han reconocido
como iguales, se ha vuelto a hablar con franqueza de países hermanos y esto a
su vez ha ayudado a consolidar los aspectos concordantes y a debatir en el
mejor de los ánimos los discordantes, nos hemos aproximado más a la unión en
los últimos 15 años que en todo el siglo XX.
Aunque no es posible ni deseable obviar las
nacionalidades que hoy se expresan en la América del Sur, todas ellas fueron
creadas con una base común, la epopeya que protagonizaron el Libertador Simón
Bolívar y el general José de San Martín, que en Guayaquil se hizo una. En la
medida en que esa identidad bolivariana, sanmartiniana, suramericana se haga
fuerte, incluso más fuertes que las identidades marcadas por condiciones
geográficas particulares –andes, llanos, selvas, costas- será posible llevar el
proceso de integración a un punto de no retorno.
Por lo tanto y dado además que ni los más acuciosos
historiadores han podido descifrar quien era realmente el “caballero de esta
isla” a quien contestaba aquel americano meridional, podemos pensar que tras
200 años de viaje, somos nosotros los destinatarios finales de aquellos
“ingenuos pensamientos”.
Bibliografía
La Carta de Jamaica, Simón Bolívar
El Libertador, Augusto Mijares
Significación histórica de las memorias del general
O’Leary, Leonardo Altuve
El último viaje de Cristóbal Colón, Klaus Brinkbäumer
y Clemens Höges
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