Él había aprendido en el atlas de geografía humana que su papá había llevado a casa para su hermano predestinado a ser médico por el oráculo familiar que el soporte umbilical del cuerpo eran los huesos, el duro esqueleto.
Era un libro bellísimo con dibujos hiperrealistas de los órganos vitales en láminas transparentes que en su conjunto mostraban el paisaje tras la piel. La última mostraba el sistema óseo y sobre ella caía con precisión milimétrica la lámina con los músculos sobre los que a su vez se iban añadiendo el corazón y las venas, el cerebro y los nervios, el hígado y el bazo, los riñones y la vejiga urinaria, el colon y todo el sistema digestivo, el sexo y en el centro del pecho, los pulmones.
De chamo pasaba horas mirando aquel atlas fascinante e imaginando que bajo su apariencia física, aquella piel y aquellos rasgos heredados de abuelos multiétnicos, él debía ser igual. Se reía a gusto pensando que si la piel fuera transparente como las láminas del atlas apenas podríamos diferenciarnos unos de otros, que esa especie de superestructura que es la dermis, como las ideologías al pensamiento, ocultaba la complejidad de las interrelaciones humanas.
Años más tarde, cuando en un arrebato de rebeldía en un hogar en el que reinaba el cálculo infinitesimal y los algoritmos o quizás siguiendo sin percatarse los dictámenes del oráculo familiar que lo predestinó para lo difuso, lo metafórico y lo epidérmico y escogió una de esas carreras fáciles de la Facultad de Humanidades se aficionó al estudio del materialismo, el dialéctico y el histórico –de alguna manera había que reconectarse con la familia- y supo de su enciclopédica disputa con los idealistas.
Por los buenos hábitos alimenticios inculcados en el hogar bajo la máxima hipocrática de que eres lo que comes remachada con la sentencia materna de “no te paras de allí hasta que te lo comas todo” le gustaba entretenerse imaginando al arroz, la carne mechada y las caraotas bajar trituradas de su boca por el tracto digestivo, disolverse en el caldo de los jugos gástricos, pasar al torrente sanguíneo y volverse literalmente sangre de su sangre y carne de su carne.
Con los años el comer se le había vuelto mecánico. La necesaria ingesta de energía calórica que el complejo conjunto de órganos que lo formaban como un rompecabezas tridimensional le exigía a diario para seguir operando.
Y en general, ya fuera por la impresión que le causara aquel atlas fascinante, la racionalidad aritmética de sus padres, el materialismo militante o la falta de un paraguas medianamente impermeable al diluvio decadente con el que arribamos al siglo XXI y que no dejó utopía con cabeza, la vida en general se le había hecho bastante mecánica. Complicada, interesante, indescifrable como para quien mira por primera vez el sofisticado mecanismo de un reloj de agujas sin las agujas, sin los guarismos, pero finalmente predecible en el tiempo.
Sería precisamente por eso que aquel 31 de diciembre cenó temprano las hayacas compradas en el supermercado pensando como de costumbre en la relojería precisa de su cuerpo que a medianoche no tendría a quien abrazar y se durmió con uno de esos sueños livianos que hacen mover ligeramente los ojos y traen sueños que podemos recordar.
Era su sueño recurrente. Él ante un árbol enorme, gigante, porque podía ver en un mismo plano la espesura de sus raíces y la frondosidad de su ramaje, pero luego apareció ante él la lámina transparente con el dibujo hiperrealista de los pulmones, con sus bronquios y alveolos perfectamente delineados y tuvo el pálpito de que el atlas no le había enseñado todo, que faltaba lo umbilical, el cordón invisible que nos mantiene conectados a la vida y que ahora sentía que le faltaba.
Se incorporó en la cama, lanzó desesperados manotazos al aire como las brazadas que antes de hundirse dan los ahogados, abrió la boca como esos peces que atrapados en la red se retuercen buscando el agua. Quiso gritar pero ni siquiera pudo pensar y cuando sintió que todas las láminas del atlas se desplomaban desordenadamente le llegó cálido y húmedo, como un aliento misericordioso, como el beso de un padre severo al hijo pródigo, como el beso primero, el de los labios menores de tu madre empujándote a la vida.
Respiró, simplemente respiró. Y aunque nuevamente pudo pensar no logró del todo comprender como aquello intangible, incoloro, inodoro, sin sabor y sin huellas, aquello que había tenido siempre por la nada misma había venido a ser piedra de ángulo de su cuerpo.
En la calle estallaban cohetes y gritos. Entonces sintió que un tiempo asincrónico, sincopado, invisible al radar de los relojes estaba llegando, se vistió de prisa y salió a abrazarlo. ¡Feliz año!
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