José Javier León
Maracaibo,
República Bolivariana de Venezuela
Ocurre con demasiada frecuencia que para la escuela el entorno, el
afuera desaparece. La distancia supone consecuencias tremendas que sin embargo,
pasan desapercibidas porque hemos aceptado el desfase –entre educación y
realidad- hasta naturalizarlo.
¿Alguien interpelado a quemarropa
pondría en duda que la escuela prepara a los estudiantes para –comprender- la
realidad? No obstante, ¿es lo que verdaderamente ocurre? La escuela devino espacio
abstraído de la realidad y en su interior el flujo del entorno se interrumpe.
La diversidad del mundo –al interior de la escuela- deja de manifestarse en su
totalidad incomprendida. Podemos deducir con alguna certeza: la escuela es una
cosa, la realidad otra. En algunos momentos se ofrecerá incluso como un oasis,
suerte de isla –valga el pleonasmo- rodeada de realidad por todas partes.
El tiempo escolar tiene un ritmo
controlado, mensurable, conocido y manejado por todos los actores. Un tiempo interno. El afuera tiene el suyo y
responde a las más variadas y diversas dinámicas. La escuela por cierto, ha
uniformado y homologado sus ritmos –los ha racionalizado- sin atender a dicha diversidad.
En mi país, como creo ocurre en todos, las escuelas abren y cierran al unísono
y es uno solo y unánime el rumor de los libros de texto y los cuadernos.
Se dirá que está bien así porque
los padres, mientras los niños están en la escuela, “trabajan”. Hay pues, una
división organizada del tiempo según roles y responsabilidades. No obstante, lo
que seguro fue en su momento un mecanismo de relojería social, cuando la
escuela era un espejo del afuera –si en algún momento lo fue- se encuentra hoy
cuestionado: la escuela es un espacio-tiempo abstracto, cuya naturaleza
permanece incomunicada con el entorno, sus muros son opacos y en modo alguno
transparentes. Se habla dentro un lenguaje desconocido. Aunque la situación más
desgarradora es, creo, que desde afuera percibimos que la escuela ya no habla
el idioma que hablamos, que se distancia de nosotros como de un mundo a otro.
¿Cuándo comenzó a perturbarnos el
desfase? ¿Cuándo la distancia se interpuso y trastocó nuestra manera de seguir
siendo docentes? ¿Cuándo las preguntas sobre el entorno se hicieron acuciantes?
En un momento sentimos que
nuestros estudiantes, al salir de la escuela (y por extensión de la educación
Media y Universitaria) no encuentran cabida en una sociedad transformada, con
renovadas exigencias y cuyas claves para su comprensión no las reciben dentro
sino precisamente en ese afuera competitivo, duro con los débiles y los
excluidos.
De pronto el entorno laboral se encontró
distante de la escuela y hacía sus propias exigencias. Proliferaron los cursos,
los institutos tecnológicos para los gustos y el regusto del mercado, los
estudios de actualización, las prácticas que en semanas incluso días preparan
al nuevo trabajador en tareas que una serie de botones programados traducen a
un lenguaje opaco pero amable, familiar pero desconocido. Es como si la esfera
del trabajo se hubiera deprendido y alejado de la racionalidad de la formación
escolar para crear un mundo aparte con sus propios lenguajes.
Esta desconexión llegó a la
escuela convertida en desánimo, en descreimiento, en desesperanza. Estudiar
dejó en muchos casos de tener sentido, pues ya no los prepara –sienten de
manera confusa nuestros estudiantes- para enfrentar los retos de un futuro que
perciben cada vez más avasallante. Es como si el mismo futuro ya no se
debatiera al interior de la escuela sino como drama disfuncional.
¿Cómo responder a las exigencias
que nos reclama esta realidad? ¿Qué sociedad nos impele a actuar y en qué
dirección? Pienso que el desfase se corrige con más escuela, que debemos
construir lenguajes –en la escuela- que dialoguen con el afuera. Creo que
debemos tomar mayor conciencia sobre este afuera y acaso preguntarnos: ¿qué
afuera en definitiva, queremos?
Hay una realidad externa a la
escuela que acumula datos para su destitución de la organización de la sociedad
al menos como la hemos conocido. Que busca desbancarla y le propone a padres y
madres un sucedáneo: mero control social por educación. Hago la distinción porque
soy de los que cree que la escuela es fundamental para la construcción no sólo
de ciudadanía sino de la propia humanidad, vale decir, somos humanos y en la
escuela hemos de construir juntos el mundo.
Pero la realidad hoy, insisto, se
ha alejado de la escuela en la misma medida en que hay un orden de cosas que
niega la humanidad, la vida, la solidaridad, la cooperación. La escuela por
tanto, que nos toca rehacer, debe dialogar con el mundo en tanto lugar para la
vida. Reivindico entonces el lugar central de la escuela como núcleo para la
formación de la realidad emergente.
El desfase que hoy sentimos no
podemos corregirlo asistiendo desde la escuela de manera pasiva a un mundo que
niega la vida y se autodestruye. Desde la escuela debemos crear las condiciones
para el ejercicio –para el hacer- de otro mundo posible. Formar a los
ciudadanos para el trabajo que la vida en tanto vida requiere, en el que
recuperamos la condición humana: no ciudadanos disminuidos en sus derechos para
un mercado recrecido y voraz, sino ciudadanos con plena garantía de sus deberes
y derechos y que se encuentran en el mercado recuperado como lugar para el
intercambio y el crecimiento en comunidad.
La escuela debe ser un
espacio-tiempo donde la realidad de la sociedad pueda ser pensada y discutida,
y por tanto que permita y facilite el diálogo con el entorno. Debe ser un lugar
para el encuentro de saberes y pareceres. No solución de continuidad sino la
continuidad misma. Las palabras que comunican con el afuera deben fluir, de
modo que el afuera deje de tener sentido como exterioridad.
Pero el afuera debe tender hacia
lo humano, hacia la creación de relaciones económicas, sociales, culturales,
que hagan posible la vida digna, y ello sólo será posible –pienso- si
permitimos que la escuela tome las riendas del hacer, si convertimos la escuela
en un espacio para la construcción de ciudadanía.
En verdad, son dos nociones de
escuela las que enfrento. Una que se pliega a los dictados de una realidad que
termina negando a la escuela, a sus docentes y finalmente a sus estudiantes;
otra, que entiende su centralidad, su importancia a la hora de construir lo
verdaderamente humano, la vida en sociedad para la vida y no para la muerte.
Una escuela que se ofrece para servir de puente, sin muros y que entremezcla
los discursos de la realidad con los aportes nacidos de la reflexión y la
acción. La escuela laboratorio de lo real, lugar para experimentar la
transformación. La escuela espejo de lo posible. La escuela semilla, cantero y
árbol.
Creo en la escuela como
posibilidad de lo humano. La escuela debe incidir en su entorno, construirlo
con sus propias palabras y no permitir que sea este y su desprecio creciente por
el diálogo, el que termine ocupando y de alguna manera aplastando a la escuela,
reduciéndola a mero remedo de sus formas deshumanizadoras.
Para decirlo con los redactores
del prólogo al libro Sociedad de la
información y educación, coordinado por Florentino Blázquez Entonado:
“La clave de la sociedad actual
es, de uno u otro modo, la capacidad de procesar la ingente cantidad de
información de que disponemos, gracias al desarrollo de las nuevas tecnologías,
transformándola en el conocimiento necesario para cambiar nuestro entorno, en
la búsqueda de una mayor libertad, igualdad y solidaridad entre los seres
humanos, en un mundo que está rompiendo los moldes acuñados en el siglo XX, al
haberse mostrado incapaces de resolver el hambre, la guerra, la ignorancia, el
racismo, la xenofobia y otros tantos defectos que, en lugar de disminuir con el
progreso del ser humano, se acrecientan y hacen más profunda la distancia, a
pesar de acercarnos a un mundo sin fronteras.”
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